Casablanca




Si preguntan a cualquiera
por una «peli» que valga
la pena, la mayoría
mencionará Casablanca,
que es un tópico del cine
como desde aquí hasta Alaska.

La cinta está bien: es cierto,
pero tampoco es la octava
maravilla, se exagera
mucho y luego te defrauda.
La contaremos aquí,
porque como está filmada
en blanco y negro, resulta
que muchos jóvenes pasan
de verla, pues ya se sabe
que hay gentes mal informadas
que se piensan que las artes
son iguales que las máquinas
y que si son más modernas,
son mejores y más válidas.

El protagonista es Humphrey
Bogart, el de cara rara,
quien pese a ser antipático
y además feo con ganas,
le resultaba atractivo
e «interesante» a las damas.

Pues Rick —que es el personaje—
vive de vender cubatas
en un garito que tiene
en esa ciudad de África
que se menciona en el título.
Él gana una pasta gansa
con su «Café Americain»,
cabaret en que te clavan
y en el que el champán te cuesta
los tres ojos de la cara.

(Se me ha olvidado decir
que toda la historia pasa
en los años de la Guerra
Mundial y que es Alemania
la que controla el cotarro,
pues aunque allí manda Francia,
la Gestapo se dedica
a repartir bofetadas
y a ver quién entra y quién sale
en el desierto del Sáhara).

Entonces va y se presenta
allí una novia muy guapa
que tuvo Rick en París,
solo que ahora está casada
con un húngaro elegante
—que hasta duerme con corbata—,
líder de la resistencia,
algo que hace poca gracia
a los teutones, que intentan
que, ya que ha entrado, no salga,
que quede para los restos
atascado en Casablanca
y no consiga irse a Londres
a seguir con su programa
radiofónico y no pueda
soliviantar a las masas,
decir que los aliados
sacudirán a mansalva
a la unión tercerreichista-
hirohito-mussoliniana
y afirmar que Adolfo Hitler
es un cursi y un pelanas.

En principio no hay peligro:
no hay riesgo de que se vaya,
pues sin un permiso expreso,
no coge un avión ni el Papa.
Pero la casualidad
—que siempre se las apaña
para intervenir en estas
tramas cinematográficas—
quiere que el bueno de Rick
tenga bajo la almohada
varios permisos de esos
que permiten la escapada.

La exnovia, cuando se entera,
se va a tomar unas cañas
al cabaret de su exnovio
para meterse en su excama
y aprovechar la ocasión
para producirle lástima
y que el otro le regale
pases para la aduana,
porque los alemanitos,
sin prisa, pero sin pausa,
van a apresar a su esposo
en menos que un gallo canta.

Es aquí cuando suceden
esas escenas de fama
en que dicen al pianista
«¡Tócala otra vez, Sam, anda!»,
refiriéndose a la pieza
que era la que más bailaban
Rick y su novia en París
cuando pelaban la pava.

Rick se encuentra en un dilema:
puede negarse, que vaya
al húngaro al calabozo
y él gozar de la muchacha
o bien hacer sacrificios
por la mujer examada,
regalarles los visados
y quedarse con las ganas
de hacer lo que le apetece…
(que es cosa que está muy clara,
razón por la que creemos
que no hace falta explicarla.)

¿Qué decidirá? ¿Ser héroe?
¿Portarse como Dios manda?
Se nos dice que es un cínico
que nunca ha creído en nada
y que en el mundo le importa
solo su cuenta bancaria.

Pero la «peli» es de Hollywood
y allí la tradición manda
que haya finales felices,
porque los públicos pagan
por ver historias bonitas
que acaben bien y no dramas.
Por eso a Rick no le queda
otra opción que ser el salva-
dor de aquella parejita,
facilitarles la marcha
y entregarles los permisos
a cambio… a cambio de nada.

El húngaro y la gachí,
montando en avión, se largan,
se escapan, salen por pies
(en este caso, por alas)
y dejan a la Gestapo
inmersa en un mar de lágrimas.
Rick le tiene que poner
al mal tiempo buena cara,
pese a haber hecho el canelo,
el bobo y el pagafantas.         

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