Guillermo Arróniz López: Al amparo de unos dioses ajenos,
EdítaloContigo, Madrid, 2016, 88 págs.
Siempre se ha considero al soneto
como la estructura más adecuada para la expresión pura de toda índole de
sentimientos. Sus breves dimensiones obligan al poeta a concentrar sus ideas, a
destilar sus imágenes y a elegir cuidadosamente sus recursos. Y aunque desgraciadamente los vanos afanes de
modernidad y aun de posmodernidad conducen a muchas de nuestra voces poéticas actuales
a desdeñar la forma y a elegir expresarse en el infinitamente más sencillo
camino del verso libre (dicho esto sin ánimo de ofensa pero sí constatando una verdad poco menos que científica), quedan
aún algunos pocos grandes escritores que no se atemorizan ante la dificultades
de rima, ritmo y medida y que cultivan esta forma poética que eligieron como
mejor los petrarcas y góngoras que en el mundo han sido. Guillermo Arróniz es uno
de estos orfebres de la palabra.
El poemario
que nos ocupa —medio centenar de sonetos acompañados de algunos romances— es un
ejercicio de espiritualidad inspirado en el arte que ilustra el hecho de que para
la concepción de una obra plenamente bella el poeta no necesita esperar a que
las musas le sugieran abstracciones ni conceptos de difícil aprehensión. Al
igual que la Naturaleza ha servido de acicate a innumerables escritores, las
artes plásticas también tienen mucho que sugerir. Ante nuestros ojos de lector
desfila una exquisita sucesión de esculturas, pinturas y construcciones
arquitectónicas a las que los sonetos no sólo describen, sino que también enriquecen
con la sonoridad de las palabras y la profundidad de la interpretación. Lo que Manuel
Machado, Rafael Alberti y otros hicieron en su día, aunando poesía y pintura,
lo recrea y revitaliza Arróniz en este original libro que fusiona las artes y
que es un continuo regalo a la sensibilidad del lector. Piedras, telas y colores
se transforman en palabras en la obra de este elegante autor para añadir más
belleza al mundo.
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