Los oficinistas me odian y me desprecian.
Bueno,
quizá habría que precisar más esta aseveración, para que no se me entienda mal.
Todo
se debe a mi condición de persona que «trabaja en casa»; esto es: que no lo
hace en otro lugar (oficina, taller, da igual) a unas horas fijas y que, por
laborar en la intimidad de su hogar, puede hacerlo en zapatillas literalmente.
Titulé
uno de mis libros Escritores en pijama,
aunque lo que quería decir con ello era que les retrataba en la intimidad. No
me quería referir a mí, que escribo efectivamente en pijama.
Y
esto parece una cosa deseable, por la que muchos se sienten justificados para
envidiarme (y odiarme también, como ya he dicho).
No
consideran las dificultades que ello conlleva y que me veo en la necesidad de
mencionar para que no se me tome demasiada tirria, pues es sabido que en este
país nuestro (Envidistán) a nadie le gusta que le vaya bien al vecino.
No
dejo de acordarme de la famosa anécdota de Agustín de Foxá. Este caballero era
rico y aristócrata. Aparte de ser una figura destacada del Cuerpo Diplomático y
el preferido en las fiestas de la buena sociedad madrileña, escribía para la
escena y acababa de tener un gran éxito teatral con su obra Baile en Capitanía. Para rematarlo, se
había casado con una muchacha guapísima que le quería a rabiar, de muy buena
familia e incluso mucho más rica que él.
Entonces
hizo correr el bulo de que estaba muy enfermo del estómago y que sufría unos
dolores horrorosos. Era mentira: el hombre estaba perfectamente bien de salud.
Lo hizo para contrarrestar la envidia de sus compatriotas, para dar un poco de
lástima, para que pensaran: «¡Pues no le va tan bien, al fin y al cabo!», único
modo de que la gente le tolerase sus éxitos.
Demostrada
ya la fuerza de la envidia celtibérica que nos acogota, pasaré a ilustrar al
lector sobre las dificultades inherentes a ser tu propio jefe y poder «trabajar
en zapatillas».
En
primer lugar, requieres mucha más fuerza de voluntad que cualquier otro hijo de
vecino, que trabaja porque el jefe le está mirando o cuantificando su labor.
Cualquier mañana de cualquier día, después de dar de desayunar a mis niñas y
llevar a una al colegio (la otra sabe cogerse el coche e irse a su
universidad), me pongo a trabajar (a escribir). Pero ¿qué me impediría no
escribir y, en cambio, pasarme toda la mañana viendo, uno tras otro, episodios
de cualquier serie televisiva sobre zombies
descontrolados y hambrientos? Nada: nada me lo impide... salvo una fuerza de
voluntad que el oficinista normal no precisa y ni siquiera conoce. Y la fuerza
de voluntad te hace gastar mucha energía nerviosa.
Y
una vez puesto, cuando el inevitable dolor de espalda hace presa en ti por el
maldito ordenador, ¿qué te detiene y evita que lo dejes y te vuelvas a la cama,
habida cuenta de que el pijama lo tienes ya puesto? Nada tampoco, salvo la
susodicha voluntad.
Luego
están las interrupciones. Vienen los testigos de Jehová y llaman a la puerta.
Tengo que espiarles desde la ventana y fingir que no estoy en casa para no
tener que abrirles. Espero a que se marchen y cuando al cuarto de hora lo
hacen, yo ya he perdido el hilo de lo que estaba escribiendo. En las oficinas
no les dejan entrar y los jefes defienden así a sus empleados de su acoso.
Muchas
veces viene la señora cartero (me resisto a decir «llega la cartera», como los
del pensamiento único querrían que se dijese) a traerme un paquete de libros o
de pruebas de imprenta. Salgo al patio en pijama y despeinado y la mujer me
mira con una cara en la que se lee claramente: «¡Estos bohemios se dan la vida
padre!»
Dice
el tópico que las empresas de telefonía te llaman para ofrecerte sus productos
a la hora de la siesta, con la peor de las intenciones. Esta es una verdad
incompleta. Si estás en casa por las mañanas, como yo, te llaman también por
las mañanas, a cualquier hora, descentrándote de lo que estés haciendo. A la
oficina no te llaman, pero si trabajas en casa, sí.
Pero
la consecuencia más divertida (es una manera de hablar, porque no es divertida
en absoluto) de trabajar en casa es que tus amigos y conocidos están
convencidos de que no trabajas en absoluto y que puedes hacer cualquier gestión
por la mañana o por la tarde o ir a cualquier sitio a la hora que a ellos les
apetezca. «Mira: quedamos a tal hora, que es cuando yo puedo; a ti te da igual
quedar a una hora que a otra, porque ¡como tú no haces nada...!»
Estos
amigos deben tener gran fe en la magia, porque están convencidos de que yo efectivamente
no hago nunca nada y de que mis libros se escriben solos. Imaginan que me
encierro en mi estudio y le digo al libro que tengo entre manos: «Venga: ¡escríbete!»
Y el libro me obedece, dejándome todo el tiempo libre del mundo para estar a
disposición de cualquiera que quiera disponer libremente de mi tiempo.
Todo
ello por no hablar de los mil favores que la gente me pide que haga, contando
siempre con las grandes cantidades de tiempo libre que debe de tener cualquier
individuo que no vaya a la oficina.
Aparte
de tener que sufrir todo esto, de escribir todo lo que escribo, de contestar
absolutamente a todas las cartas y mensajes que me llegan (porque, aunque
parezca mentira, a muchísima gente le da por escribirme ambas cosas), de
corregir pruebas y más pruebas, mucha gente piensa en mí como un desempleado
(que lo soy, puesto que no ocupo un empleo) y, por ende, como un desgraciado.
Si
a esto le sumamos que no gano mucho dinero con mi oficio de escritor,
comprenderán que la etiqueta de «pringado» se cierne sobre mi testa a modo de
espada de Damocles.
Me consuela pensar que
ni Balzac ni Dostoyevski tuvieron tampoco jamás una peseta.
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