Hablaré de
la cama, la alabaré y luego pasaremos a otra cosa. (Las personas avisadas no
necesitan leer esto: lo saben muy bien.)
No tendría que hacer falta constatar que la cama es el
receptáculo compendioso de la mayoría de los placeres humanos, no sólo de ése
en el que el título del escrito les ha hecho pensar. Empero, no sé si es la
memez o la postmodernidad (cosas de difícil deslinde) lo que ha llevado a sacar
de la cama actividades que están mejor en ella. Yo lo trataré, ¡claro!, desde
mi punto de vista, porque sería estúpido y hasta diré que cuasi imposible
tratarlo desde el punto de vista de un amigo.
La cama sirve principalmente para dormir. Yo no soy un
entusiasta de la dormilación, lo confieso. No disfruto durmiendo (sobre todo
porque no me entero). No disfruto con el placer previo de pensar en que voy a
dormir (es más, suelo sufrir el miedo de pensar: «¿Y si no me duermo y paso la
noche mal y mañana estoy hecho unos zorros?») Tanto es así que, cuando me
entusiasmo con algún proyecto o actividad, lo primero que pierdo es el sueño e,
impaciente e incapaz de iniciar ese proyecto agradable al día siguiente, me
suelo levantar de la cama a los diez minutos y empezar una sesión nocturna de
lo que sea. Pero el caso es que dormir es indispensable para la salud mental y
que donde mejor se duerme es en la cama. Los sillones tuvieron que incorporar
orejas para los siesteros y en el Metro se duerme de pena. Así es que ¡viva la
cama!
¿Y leer? Pues también se lee mejor en la cama, mucho mejor
que en una silla, ya sea de tu salón o de una biblioteca pública. Dicen que
leer antes de dormir es malo, pero es una gran mentira propalada por aquellos
que no leen y se sienten culpables por no hacerlo. Muchos adquirieron de
pequeñitos el hábito de leer en la cama y a eso deben la cultura que tienen. De
no haberlo hecho no habrían encontrado durante el día tiempo para hacerlo y
habrían engrosado las filas de esos que se llevan los libros a la playa «para
ponerse al día de lecturas».
En cuanto al
sexo, sigue siendo mejor en la cama, aunque las películas sugieran lo
contrario. A algunos les puede parecer muy sexy el gesto de apartar de
un manotazo todos los objetos de la mesa de la cocina y poseer a la pareja
sobre ella. Pero luego hay que recogerlo todo (en las películas no se muestra
nunca lo difícil que es limpiar del suelo de una cocina el contenido de un
azucarero derramado). O peor, te olvidas y esa noche te diriges descalzo y a
oscuras a la nevera en búsqueda de un tentempié intempestivo y te clavas en el
pie un vidrio del salero que se rompió. Y si esto de la mesa de la cocina es
malo, de hacerlo sobre la mesa del despacho, inutilizando un montón de papeles
y documentos que te pueden hacer falta más tarde, ya ni hablamos.
Comer en la cama puede ser una guarrada, pero dice mucho de
la sabiduría de vida del que es capaz de hacerlo. Si puedes comer galletas (ya
no digo una pizza) en la cama y luego dormirte tranquilamente sobre
las migas sin que eso te importe, es que eres un espíritu libre y que nunca te
angustiarás por lo que no merece la pena angustiarse. Por otra parte, el
desayuno en la cama siempre ha sido síntoma de lujo (aunque sospechamos que los
que indulgen en él no se lavan los dientes antes de tomarse el café con bollo).
La bendita tecnología de la que siempre nos quejamos nos
permite hacer otras cosas estupendas en la cama: escuchar tumbados una pieza de
Tchaikovski o ver una película de Billy Wilder. Ahora bien; hay que saber
elegir los placeres. Aquellos que emplean su televisor para escuchar rap o ver series españolas, no pueden
culpar a la cama si no disfrutan como es debido.
Poniéndose serios: la cama es el mejor sitio para nacer
(mejor que un triciclo o una mecedora) e indudablemente el mejor para morir.
Claro que, si alguien prefiere morir sobre el asfalto de una carretera o en cualquier
pasillo de un hipermercado, yo pensaré que tiene muy mal gusto, pero lo
respetaré, porque —aunque debería serlo— ser sensato no es obligatorio.
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