Poema looso y un tanto
ripioso
La
vida de este compo-
sitor
se merece un verso,
porque,
señores, es un
músico
de cuerpo entero
que
siempre me ha resultado
—a
ustedes se lo confieso—
simpatiquísimo,
porque
nunca
tenía dinero
y,
pese a tan triste suerte,
siempre
estaba tan contento.
Nació
en Salzburgo, de parto,
el
año mil setecientos
cincuenta
y seis, y murió
en
fecha que no recuerdo.
(Y
es que, como historiador
preciso,
ya ven que dejo
bastante
que desear.
En
fin: prosigo mi cuento.)
Era
el repelente ni-
ño
Vicente de pequeño;
pero
luego, ya crecido,
se
volvió el rey del arpegio,
emperador
de sonatas,
señor
de los allegrettos,
monarca
de pentagramas,
soberano
de conciertos,
amo
de las teclas blancas
y
las otras que hay en medio,
y
su música es tan dulce
cual
de un ángel el cabello.
Todo
esto lo pueden ver
en
una «peli»: Amadeus,
que dirigió Milos Forman
y que yo les recomiendo
por es, de verás, un film
barato, bonito y bueno
que te cuenta mil detalles
y tiene grandes momentos,
como
la secuencia en que
Mozart
se va a un peluquero
a
probarse tres postizos
y
hace caso del consejo
del
estilista vienés
y
va y se pone el más feo.
Se
presenta así en la Corte
con
pinta de rico nuevo:
la
casaca muy hortera
y
el peinado muy hortero,
y
al emperador le da
tremendo
soponcio al verlo.
En
fin, no voy a contarles
aquí
todo el argumento.
Además,
las biografías
siempre
acaban con un muerto
en
el final o no son
biografías.
Sólo quiero
recordar
algunas cosas,
unos
detalles concretos
que
aprendí con esta «peli»:
que
en Salzburgo, por enero,
hace
siempre un frío que pela
y
te puedes quedar tieso;
que
en Viena comen salchichas,
porque
allí no hay morteruelo;
que
cuando llueve, te mojas;
que
Mozart era un gran genio
que
se aprendió de memoria
en
tan sólo unos momentos
un
Miserere que oyó
sólo
una vez, ¡qué talento!;
que
se puede ser neoclásico
y
gamberro al mismo tiempo,
y
etcétera (pongo «etcétera»
para
no contar el resto).
Lo
triste vino al final
(ya
llego aquí a lo del muerto).
Porque
Mozart se murió;
vamos,
que se quedó tieso,
que
la diñó, que espichó,
que
se mudó al cementerio.
Y
le enterraron «de gratis»,
una
tarde de aguacero,
cuatro
o cinco mangurrinos
que
transportaron el féretro
y
echaron al pobre Mozart
de
cabeza al agujero.
¡Ay,
señores, qué injusticias
hay
en este mundo perro!
Porque
mientras que el gigante
musical
que fue Amadeo
se
pudre en fosa común,
Churchill
tiene un mausoleo.
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