Ditirambo futurista
Como dice Jardiel Poncela que las cosas importantes se
escriben con hache, hablaremos haquí helogiosamente de Hisaac Hasimov, hel gran
hescritor hestadounidense hy ganador del premio Hugo.
Sentido
del humor
Aunque era estadounidense
de nacionalidad, el suyo no es el «humour» sajón, sino el «humorf» ruso, que es
más inesperado y divertido. Asimov compensa la seriedad de sus novelas con la
comicidad de sus cuentos, sobre todo en sus elementos periféricos (personajes
secundarios, intrigas complementarias) de manera que no nos sentimos aplastados
bajo el peso de la gravedad de lo narrado, como en otros autores menos
legibles.
Él, hombre modesto donde los haya, se convierte en
personaje de ficción y aparece en sus narraciones. Pero su alter ego literario es un ser vanidoso y presumido, eminentemente
risible. Es decir: se burla de sí mismo sin ser él, rasgo de genialidad que le
permite ejercer de bufón sir perder ni un ápice de dignidad. Es un
metapersonaje, un personaje dentro de otro personaje. ¡Bravo! (¡Qué pena que
este recurso no se me haya ocurrido a mí!)
La
humanidad
Para avergonzarnos a todos, el escritor hace que los más
humanos de sus personajes, paradójicamente, no sean humanos. Los robots de
Asimov son intrínsecamente incapaces del concebir o ejecutar el mal.
Las leyes de la robótica que el autor enuncia son
perfectas:
1.- Un robot jamás dañará a un ser humano ni dejará que un
ser humano sufra en su presencia.
2.- Un robot obedecerá siempre a un humano, siempre que
esto no entre en conflicto con la primera ley.
3.- Un robot protegerá su existencia, siempre que esto no
entre en conflicto con la primera o segunda ley.
Esto es un código ético definitivo. Y su primer enunciado
es igualmente válido para robots, hongos, abetos, linces o Adventistas del
Séptimo Día.
Hipótesis
metafísica
Como no podemos decir gran cosa sobre el Ser con la certeza
de que sea verdad, solo nos queda la posibilidad de enunciar una hipótesis
creíble. Asimov es monista. Afirma sutilmente que todo lo que hay es uno y lo
mismo. Lo llama Gaia, un ser que lo es todo y que tiene conciencia de serlo,
aun en su aparente multiplicidad
Si queremos coger a Gaia por el lado trascendental y
llamarla Dios, somos panteístas. Si nuestro temperamento es más científico,
podemos llamarla X, la Energía o la Fuerza (como en La guerra de las galaxias). Admirable fusión que consigue que, por
una vez y en una concepción del universo, ciencia y religión no se den de
guantazos. Solo este logro justifica ya que se le recuerde, aunque nos consta
que por lo que Asimov se hizo famoso en verdad fue por sus patillas.
* * *
Y ahora, un estudio de caso (como se dice ahora) sobre una
de sus obras.
No sé si han
leído ustedes
—igual lo
han hecho, igual no—
los tomos
que integran el
ciclo
de la Fundación,
escrito
por ese monstruo,
rey
de la ciencia-ficción,
famoso
por sus patillas
y
sus cuentos de robots
que
tiene un nombre judío
y
ruso: Isaac Asimov.
Si
nunca los han leído,
háganme
caso: háganlo.
Si
lo hicieron una vez,
repitan
y háganlo dos,
porque
con cada lectura
se
saca alguna intención
nueva,
se aprenden más cosas
y
se disfruta un montón.
Va
de imperios planetarios
el
argumento en cuestión,
mas
no de ovnis, ni lásers,
ni
de híbridos de dragón
y
funcionario estelar,
pues
toma su inspiración
—que
es una forma elegante
de
decir que lo copió—
de
la Historia del imperio
romano, de un tal
Gibbón
o
Gibbon, quien dejó escrita
de
pe a pa y de pi a po
todo
lo acaecido en Roma
desde
Rómulo a Nerón,
describiendo
con detalle
a
la gente comm’il faut
de
aquellos tiempos famosos.
En
fin: que Isaac tomó
prestada
la historia e hizo
con
la Roma un parangón
político-futurista
que
le quedó hecho un primor.
Les
cuento, para que vean
si
les interesa o no.
Un
científico afamado
inventa
la Psicohisto-
ria,
que es una disciplina
para
conocer mejor
qué
va a ocurrirle a la gente
cuando
pase un siglo o dos.
Se
basa en las matemáticas
(por
lo que su explicación
me
salto, pues soy de Letras
y
no sé de la cuestión).
El
caso es que el tipo sabe
todo
el futuro, mejor
que
cualquiera pitonisa
o
echadora de tarot.
Y
cuando se muere, va
y
deja una grabación
en
que explica la manera
de
evitar que un problemón
de
proporciones galácticas
acabe
con el «cosmós».
(Ya
sé que ‘cosmos’ es llana,
no
se imaginen que yo
soy
más bruto que un arado,
mas
la rima me obligó
a
hacerla aguda del todo
porque
quedara mejor.
Ustedes
disculpen. Sigo.)
Luego
está el Emperador,
que
es un pájaro de cuenta
y
un tanto marimandón
(cosa
que va con el cargo).
Tampoco
falta un robot
muy
perfecto, que es más listo
de
lo que lo fue «Edisón»
(lo
he vuelto a hacer otra vez;
bueno,
les juro que no
se
volverá a repetir:
de
nuevo pido perdón).
El
robot es un androide
y
un super-ordenador
y
mangonea el cotarro,
aunque
con buena intención.
Para
guardar el secreto
sin
que lo sepa ni Dios,
los
científicos deciden
fundar
una Fundación
para
proteger los mundos
desde
el incógnito. (Hay dos
fundaciones,
al final,
por
lo que se arma un follón
de
aúpa cuando pretenden
competir
por el control
del
nuevo Imperio Galáctico,
con
capital en Trantor,
que
es una ciudad metálica
que
se limpia con «sidol».)
Pasan
mil cosas curiosas,
no
falta la diversión.
Hay
crímenes planetarios
que
son un misterio atroz,
montones
de peripecias
y
aventuras a go-gó.
Hay
más personajes raros
que
en un concierto de rock
y
los sucesos políticos
están
llenos de complots
(‘complotes’,
que la Academia
manda
usar esta versión),
manteniendo
el interés
en
toda la narración.
(Y
añado que su lectura
no
aumenta el colesterol.)
En
resumen: que estos libros
se
leen bastante mejor
que
la Biblia, la Divina
comedia, el Decamerón,
la
Vida de Santa Te-
resa, el Quijote (¡qué horror!),
el
Ulises de James Joyce,
las
Cartas de Diderot
o
que las Páginas a-
marillas
de tu región.
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