«El autor de
la novela Las tribulaciones de una amante
bizca firmará ejemplares en la caseta no-se-cuántos de la Feria del
Libro...», proclama estentóreamente la megafonía.
Como
ejercicio de vanidad, no está mal. Pero nadie sabe cuánto sufrimiento significa
esto para un autor.
Los incautos
paseantes que no leen nunca nada pero que acuden a la Feria para conseguir
folletos y catálogos gratis, piensan
cuán satisfactorio debe de ser eso de firmar libros. ¡Claro! Han visto
películas. Y en ellas se muestra a un escritor inexistente pero atractivo. Es
guapo, delgado, de mediana edad, aunque tiene unas distinguidas sienes ya
plateadas. Usa chaleco, fuma en pipa y firma con una Parker como mínimo, no con
un bolígrafo de ésos que te dan en los seminarios. Está en el foyer de un hotel con todas las
estrellas posibles, sentado tras una mesa de caoba. A su espalda, un cartel
muestra una foto suya de tamaño natural que parece la elegida entre las
cuatrocientas que le han hecho. La pila de libros que tiene a su alrededor es
altísima. Y larguísima la fila de mujeres con ojos entusiastas y hasta lascivos
que serpentea ante su mesa. Todas son guapas, todas aprietan el libro recién
comprado contra sus temblorosos pechos y se adivina por su actitud que, si el
escritor condescendiera a fijarse en ellas, abandonarían de inmediato a sus
maridos y a sus hijos para convertirse gustosamente en las esclavas sexuales
del autor. Éste, sin embargo, las desdeña, altivo.
Y hace mal,
porque la primera en ofrecerle la voluminosa novela para que se la dedique está
como un tren de largo recorrido. Lleva unas enormes gafas, pero es una mujer de
campeonato y se deja adivinar que, si se quita la gafas y se suelta el pelo,
puede ser un peligro para el tráfico rodado. Pero el escritor ni se inmuta y le
firma indiferente el libro mientras la otra le contempla con ojos extasiados.
Entonces se
le acerca al autor otra guapa señorita —la agente literaria que ha organizado
el evento— para recordarle que al día siguiente tiene que firmar en otra ciudad,
y luego en otra y en otra, y que el avión les espera. El escritor se queja
amargamente de tener tanto éxito y de vender tantos libros y dice que está
harto de ser un autor celebrado y millonario, que lo único que desea es irse a
pescar a un sitio donde no le conozca nadie y donde ningún extraño le pare por
la calle para felicitarle y bendecirle por haberle regalado con su libro unas
horas de felicidad.
Eso es
Hollywood y su descripción de un escritor firmando libros.
Ahora
hablemos un poco de España.
Firmar
ejemplares de tu libro en una caseta es quizá una de las experiencias más
humillantes que existen y no la inventó la Inquisición porque sus dirigentes
eran todos señores sin ninguna imaginación y plenamente desconocedores del
sufrimiento humano y sus causas directas.
Una vez
anunciado el evento allí estás tú, en la caseta 439 por ejemplo, pensando que
en ese momento comienzas a competir en firmas con al menos otros trescientos
individuos que
1) son más
famosos que tú;
2) tienen
más amigos que tú;
3) tienen
más suerte que tú;
4) tienen
una editorial más promocionadora que la tuya;
5) las cuatro
cosas anteriores.
Las
preguntas que entonces te haces son «¿Cuántos desconocidos comprarán tu libro?»
y «¿Cuánto tardarán en hacerlo?» Porque si son amigos los que acuden, el
sufrimiento es mayor, pues queda patente ante tu editorial que sólo tus amigos
compran tus libros (probablemente por lástima). Y, además, los amigos y
conocidos que pasan por allí se enfadan contigo, pues tienen la secreta
esperanza de que no sólo les dediques y firmes el libro, sino que también se lo
regales, cosa que tú en ese momento
no puedes hacer delante de tu editor.
Los amigos
suelen decirte cosas desagradables como «Seguro que a mi padre le gustará tu
libro», que es tanto como asegurarte que a ellos no les va a gustar. O peor, te
preguntan: «¿Se vende mucho?», con lo cual te ponen ante dos malísimas
opciones: o bien les dices que sí, mintiéndoles como un bellaco y quedando
fatal ante tu editor, que sabe la verdad y te tachará de vanidoso y embustero,
o dices que no, con lo cual apareces ante tus amigos como un escritor pigre y
obviamente fracasado.
¿Y el
suplicio tantálico y frustrante de ver cómo un desconocido se detiene ante el
libro, lo coge, lo hojea con aparente interés inicial y luego, con una mueca de
desprecio, lo vuelve a dejar donde estaba? ¿O cuando alguien se detiene ante tu
libro durante una fracción de segundo y sigue rápidamente su camino, siendo
evidente que no le ha dado tiempo ni a leer el título entero?
A veces los
transeúntes se dirigen a ti y te preguntan por tal o cual libro (generalmente
uno que te consta que es un bodrio) y tú has de responderles que no tienes ni
idea, porque no eres el encargado de la caseta. Muchas personas con aspecto de
no haber leído un libro en toda su vida (ni en ninguna de sus vidas anteriores,
si crees en la reencarnación) se paran ante ti para pedirte un marcapáginas, no
se sabe muy bien con qué finalidad.
A medida que
pasan las horas tu sensación de ridículo aumenta. Tu editor te mira
conmiserativo, preguntándose: «¿Cómo he sido tan tonto de editarle un libro a
este inútil, que no vende ni a la de tres?» Tú, ante sus miradas, no sabes si
desear que la firma se acabe de inmediato o, por el contrario, que dure
muchísimas más horas para que dé tiempo a que alguien compre algo y estrenes tu
bolígrafo.
Por fin, un
matrimonio mayor compra tu libro y te pide, como si fuera un honor, que se lo
firmes. Tú, a esas alturas, estarías dispuesto a regalarles el libro y tu
billetera también, de puro agradecimiento.
Cuando la
sesión se acaba, tu editor se compadece y te dice: «¡Claro! Es que la gente hoy
en día ya no lee. Sólo se ocupa de ver realities
en la tele.»
Le echas la
culpa de tu fiasco a la telebasura y con ese pensamiento te consuelas.
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