Una
debilidad mía que parece un oxímoron, pero que no lo es
Estoy
seguro de que muchos estarán de acuerdo conmigo en que Fernando Savater es lo
más cercano a Winnieh the Pooh que ha dado la filosofía. Esto, parézcalo o no,
es un elogio, por lo que los ositos de peluche tienen de entrañable.
¡Ea! ¡Ya lo he dicho! Savater es
nuestro filósofo más besable y abrazable. Y conste que yo no beso a cualquiera.
A Kant, por ejemplo, no lo besaría ni loco. Ni a Aristóteles tampoco. Y no es
porque les odie, aunque sí lo hago. Porque a don José Ortega y Gasset (antes
Lista) le admiro profundamente y tampoco le besaría.
(Sería interesante saber qué pasaría
si pudiéramos besar a todos los filósofos habidos, pero eso sería tema para
otro escrito.)
El vasco es cosa distinta. Siempre he
admirado a este filósofo de cabecera desde que leí —como primer acercamiento—
su exquisita novela El jardín de las dudas, sobre la figura de Voltaire
y cuya lectura recomiendo a todos aquellos lectores que sepan leer.
Luego admiré el valor con que defendió
el cine como uno de los logros del siglo xx,
algo que los profundos Heideggers, Habermasses, Sartres y Poppers no se han
dignado ni siquiera considerar. ¿Cómo no amar a un filósofo que afirma que el
siglo xx no ha sido el siglo de
Hitler, sino el siglo de los hermanos Marx y que por eso se recordará?
Savater es una persona, lo cual no es
poco. Sabia, sí; pero también cercana: algo no al alcance de todos.
Comparto muchos de sus gustos y
opiniones, reconozco su puesto en la sucesión discipular de su guru
(Bertrand Russell), admiro su valentía para enfrentarse a los euskomatones,
envidio su sentido del humor y más cosas.
Pero lo que me ha llegado directo al
corazón (y eso que yo lo tengo en el lado derecho, cosa que le sucede a uno de
cada 35.000 señores) es una frase brutal y encantadora de su autobiografía (Mira
por dónde), llena de comas y de radicalidad: menciona a Guillermo Brown y
afirma que quien no sepa de qué le está hablando es que está leyendo el libro
equivocado.
Sorprendime y complacime al encontrar
a mi ídolo alabado por alguien a quien respeto. Porque Guillermo Brown es (para
aquellos que no lo sepan) el epítome del anarquismo, del valor, de la aventura,
de la crítica al puritanismo y, sobre todo, un alcaloide de la imaginación. Es
el héroe por antonomasia. Los que le conocen lo saben.
Y como los treinta y cinco libros que
me abrieron las puertas doradas se perdieron en una mudanza, los volví a
comprar todos. Tenía yo entonces cuarenta años y, por no poder hacerlo en
persona, tuve que encargar la compra a un amigo, que me miró con ojos
despreciativos. ¿Un hombre hecho y derecho con una mentalidad de un niño de
once años? (Huelga decir que yo nunca me he convertido en un hombre hecho y
derecho, ¡gracias a Dios!)
El vasco no me habría despreciado.
¿Qué más se le puede pedir al mejor de
los filósofos sino que sea tan acertado en sus elecciones como uno mismo? Al
leer aquello me sentí plenamente hermanado.
Así es que, ya lo saben: ustedes
pueden besar al filósofo que más les apetezca; pero yo, dada la ocasión, besaré
a Savater.
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