Lady Godiva, la guapa fea




Romance más sajón que un Mr. Smith con monóculo y bombín leyendo The Times en el tren de las 8.03 a Paddington


(Este título no es ninguna incongruencia ni un oxímoron caprichoso. Se trata de un caso equivalente al de uno de esos tontos que han conseguido pasar a la Historia como una persona muy inteligente. No hace falta citar ejemplos ilustrativos, porque seguro que a ustedes se les ocurren muchos.)

Una persona curiosa
(o verdadera o ficticia,
cosa que ya nos da igual)
fue esta condesa de Ingla-
terra —alabada en las crónicas
y glosada en mil poesías—
a la que el mundo recuerda
como una mujer guapísima,
pero que en la realidad
no era ninguna Afrodita,
sino, más bien, lo contrario:
un adefesio, una birria.
Sin embargo, no se puede
negar que anduvo muy lista,
pues logró ser recordada
como una belleza mítica.
¿Cómo pudo hacerlo? Atiendan,
no se pierdan ni una sílaba
y les contaré la historia
real de Lady Godiva.

Fue allá por el siglo XI,
según cuentan los cronistas;
pasó en Coventry, un condado
que está un poco más arriba
del otro que hay más al sur
y abajo del que está encima.
Leofric, el conde de Chester,
era un tremendo roñica
y subía los impuestos
cada tres o cuatro días.
La plebe estaba hasta más
allá de la coronilla
y a punto de rebelarse
contra tanta tiranía.

La condesa pidió al conde
que, olvidando su avaricia,
rebajara los impuestos;
y el conde (que o era un bromista
consumado o a su esposa
le tenía mucha tirria)
fue y accedió... siempre y cuando
ella fuera a la campiña
cabalgando en un caballo
y sin llevar nada encima.
Godiva aceptó la condi-
ción de salir sin camisa
y, cual reguero de pólvora,
se propagó la noticia,
porque por estos asuntos
toda la gente se pirra,
que es parte de la natura-
leza humana ser cotilla.

Comenzaron a cruzarse
apuestas, por si tenía
todas sus cosas bien puestas
o más o menos caídas,
si era del tipo matrona
o, por el contrario, lisa.
Las comadres afirmaron
que era una exhibicionista
e impúdica lagartona
que estaba un tanto salida.
Los varones se quedaron
todos a la expectativa
para comprobar sus di-
mensiones y sus medidas
y acudieron de muy lejos
para contemplar sus chichas.

Ya saben que la interfecta
era más fea que la Hidra;
no era esbelta, sino gorda;
con su poquito de giba;
la piel de un tono enfermizo,
cual si tuviera ictericia;
muslos fofos, pies muy grandes
y mucha grasa en la tripa.
Pero ella había hecho un
máster en psicología
y dedujo (con razón)
que se la recordaría
guapa, por salir desnuda,
y así quedaría descrita,
pues estas gestas se prestan
a añadirles fantasía
y, tras pasar varios siglos,
todos creerían la engañifa.

Dicen que cuando la Lady
se montó —a pelo y sin silla
al jaco— nadie miró
y que, además, ella iba
muy tapada por su largo
cabello, ¡pero es mentira,
señores!; se le veía
todo, de los pies al cráneo,
incluso la campanilla,
que iba con la boca abierta
(aunque luego cogió anginas).
Y en cuanto a que no miraron,
es una trola cochina:
la vio todo el mundo; es más:
la población masculina
tuvo, de tanto mirarla,
esguinces en las retinas.

El conde hubo de ceder
(aunque no le hizo ni pizca
de gracia bajar impuestos)
y soportó la rechifla
que se armó con el asunto,
siendo ya la comidilla
como esposo que accedió
a prestarse a tan ridícula
apuesta. La población
quedó, en cambio, contentísima
y Lady Godiva fue
desde entonces muy querida
(y logró fama de hermosa,
que era lo que pretendía,
aunque, al no haberse inventado,
no fue portada en revistas).

Lo malo fue que, a resultas
de su picaresca gira,
cogió un dolor desde el cuello
y hasta ya la rabadilla
tremendo, como si hubiera
trabajado en la vendimia,
y por haberse paseado
por su condado corita
a las dos o tres semanas
murió de una pulmonía.




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