Entrevista exclusiva para
Variety (sin fotos, porque
salieron borrosas)
Hablamos con Roger Fields, Jr., quien
junto al genial cineasta Stanley Kubrick desempeñó durante muchos años la labor
de segundo ayudante de producción
O sea, que era el chico de los cafés.
Pero aun así recuerda datos
interesantísimos de esos rodajes y que nosotros queremos brindar ahora a
nuestros lectores. Le visitamos en el St. Xavier’s Charity Home, un conocido
albergue para indigentes, sito en las afueras de Londres, donde pernocta
habitualmente cuando el tiempo no le permite hacerlo bajo su puente preferido.
Porque Kubrick, al parecer, en un descuido lógico en los artistas geniales,
olvidó darle de alta en la seguridad social y el bueno de Fields, Jr. se quedó
sin cobrar la jubilación.
Charlamos en el porche de la
institución.
—Stanley era único —nos dice—. Yo
estuve con él desde casi el principio de su carrera y puedo asegurar que
confiaba plenamente en mí. Insistía en que durante los rodajes fuera yo y nadie
más quien le colocara en su sitio la silla plegable con su nombre en el
respaldo. Le gustaba que la silla estuviera cerca de la cámara. Pero no mucho.
A una distancia concreta que sólo yo sabía calcular. Era muy particular para
estas cosas.
—¿Cómo eran esos rodajes?
—Muy intensos. Recuerdo
particularmente una toma del inicio de La chaqueta metálica. Con una
maquinilla le cortaban el pelo al cero a un recluta. Bueno, a dos docenas de
reclutas, en realidad. Se trataba de mostrar la manera en la que el ejército
aliena al individuo. Pues bien: a Stanley no le gustó cómo quedó la toma y
entonces esperamos cinco meses a que el pelo le volviera a crecer para poder
rodarla de nuevo. Esto sucedió varias veces. A la quinta vez dio la toma por
buena. Era un gran perfeccionista. Claro, que los productores protestaban
porque los costes subían mucho con esos años de retraso en el rodaje, pero es
que ellos no entendieron nunca al artista que había en él.
—Kubrick tuvo fama de hombre difícil.
¿Trataba bien a los actores?
—Sí; en contra de lo que se diga, era
muy amable con ellos. Les explicaba todo al detalle, hablándoles muy despacio,
como si fueran niños pequeños, para que entendieran bien lo que quería de
ellos. Durante los desayunos en común, cuando rodábamos en exteriores, dejaba
que los actores le mojaran los bollos en el café, siempre que no tuvieran nata
dentro. Odiaba la nata. Si alguno tenía problemas personales, se mostraba muy
comprensivo y le consolaba, acariciándole el cabello.
—Pero dicen que Kirk Douglas, tras Senderos
de gloria, acabó enfadado con Kubrick y prometió no volver a trabajar con
él.
—Bueno... la verdad es que volvió a
hacerlo en Espartaco. Pero el motivo de la fricción entre ambos era,
principalmente, que a Douglas le olían los sobacos de una manera muy
desagradable. Debía ser a causa de algo que tomaba en su dieta. Stanley le
gastó una broma al respecto delante del equipo y Douglas no se lo perdonó
nunca. Pero eso no les impidió continuar el rodaje. Ambos eran gente muy profesional.
—¿Y cómo trataba al equipo de los
técnicos?
—Con mucho afecto. A mí, al acabar los
rodajes, siempre me ponía campechanamente una mano en el hombre y me decía:
«James...»
—¿James? Pero usted se llama Roger.
—Sí, pero es que Stanley era un poco
despistado. Me decía: «James, hemos hecho un buen trabajo.»
—¿Es cierto que seleccionaba
personalmente a todos los que aparecían en sus films?
—Es rigurosamente cierto. Esto, claro,
retrasaba el rodaje, porque a veces los castings duraban semanas.
Recuerdo una ocasión en que se negó a contratar a una actriz teatral inglesa,
muy buena, que le aconsejó el productor, porque no la conocía personalmente y
sólo había visto una foto de su rostro. Pese a todas las recomendaciones sobre
la calidad de la misma y pese a ser para un papel pequeño y sin frase, Kubrick
no la contrató, diciendo: «Puede que sea muy buena, pero ¿y si no me gustan sus
tetas?»
—2001, una odisea del espacio,
está considerada como una película magistral, teniendo el consideración los
escasos medios tecnológicos de aquella época en el campo de los efectos
especiales. ¿Qué nos puede decir de los trucos de rodaje? Es especialmente
interesante la secuencia final en la que los astronautas se dirigen a Júpiter.
—Aquello fue un tour de force cinematográfico.
Para el efecto psicodélico que debían transmitir los anillos de Júpiter, a
Stanley se le ocurrió filmar anisetes de colores colocados dentro de unas
maracas transparentes, agitadas por un cantante cubano muy famoso en aquel
tiempo. El resultado fue impresionante.
—La crítica no siempre le trató bien.
—No. Fueron injustos con él. Algunos
críticos decían que sabía muchísimo se cine. Otros decían que no entendía nada.
Otros, incluso, decían ambas cosas a la vez. Todo esto le confundió. Cuando
Stephen King le dijo que le había parecido una gran porquería la versión que
Stanley hizo de su novela El resplandor...
—¿Le dijo eso?
—Sí, pero King ese día estaba
colocado. No hay que tenérselo en cuenta. Bueno, pues Stanley se echó a llorar,
como si fuera un niño de pecho. Se marchó a su finca de la campiña inglesa y
estuvo tres meses sin querer ver a nadie y alimentándose únicamente de
almendras garrapiñadas, aunque las dos últimas semanas comió también algunas
galletas de jengibre. Fue una época muy dura. Su familia lo pasó muy mal.
—Sabemos que a Kubrick le apasionaban
los aspectos técnicos de la cinematografía. ¿Qué nos puede decir al respecto?
—Es cierto. La mayor parte del dinero
que le produjeron sus películas se la gastó en comprar unas cámaras rarísimas
que ya estaban en desuso y que los grandes estudios tenían arrinconadas. Era
corriente que, en los descansos del rodaje, cogiera el teléfono y llamara a
gentes diversas para preguntarles si tenían una Multiflex 450 o una Kroder
multioptimática del año 1954. Una vez se pintó el rostro con betún castaño y,
armado de una palanqueta, penetró de noche en la casa de Orson Wells, para
robarle una lente de gran angular que Wells tenía en gran estima y que no le
había querido vender a Stanley, pese a sus generosas ofertas.
—Esto es muy interesante. ¿Qué
sucedió?
—Sonó la alarma y le detuvieron. Pero
al sargento de la comisaría le había gustado mucho Lolita y, en vez de
allanamiento de morada, le acusaron de conducción temeraria, y eso que Stanley
ni tenía coche ni sabía conducir. Pagó la multa y se fue a su casa, conservando
la lente.
Podríamos seguir hablando
indefinidamente de este gran genio del séptimo arte, pero Roger Fields, Jr.
tiene ya que meterse dentro, porque es la hora de la sopa.
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