Fragmento
descaradamente copiado del libro Tíos listos de la Antigüedad clásica (Ediciones
Morrocotudas, Madrid, 1967)
Filósofo (Definición).—Dícese de aquellas personas que se
hacen famosas en el ámbito de las Humanidades sin haber escrito nunca nada que
se entienda medianamente o —lo que tiene más mérito— sin haber escrito nada en
absoluto, como es el caso de estos dos señores de los que tratamos a
continuación. Ni Empédocles ni Zenón dejaron ninguna obra, con lo que se
libraron de tener que tratar con editores y de regalar ejemplares a esos
conocidos inaguantables y desagradecidos que no sólo no compran tus libros,
sino que esperan que se los regales y, encima, que se los dediques.
Zenón de Elea
Este Zenón era discípulo de Parménides y, como
había nacido después, se dio la feliz circunstancia de que era mucho más joven
que él, así que le sucedió en la dirección de la Escuela Eleática de Filosofías
Comparadas, por verse en la imposibilidad de precederle.
Su frase preferida era decir que tenemos dos
orejas y una boca, para oír mucho y hablar poco, como nos recuerda el pelmazo
de Séneca en su obra Tratados
filosóficos. Esta opinión no le impidió a Zenón inventar la Dialéctica, lo
que prueba una vez más la falta de seriedad y de consecuencia de los grandes
hombres. Como todos los directores de escuela, Zenón gozaba lo indecible
creando dificultades o oponas (como
las llamaba él), para apoyar su invento de la Dialéctica, que consiste en
refutar con las consecuencias los postulados de una tesis.
Zenón se hizo famoso principalmente por la tortuga
que protagoniza el ejemplo que casi todo el mundo conoce. La teoría es como
sigue: imaginemos una línea recta: el principio se llama A y el final, B. Zenón
decía con toda su cara que no se podía ir nunca de A a B, porque primero habría
que pasar por un punto C y, antes de llegar a éste, habría que llegar a un
punto D; así seguía la cosa, por lo que el llegar de A a B se convertía en algo
tan difícil que el que lo había estado intentando abandonaba su propósito
irremisiblemente, lo cual no tenía ninguna importancia, puesto que no se ha
conseguido averiguar para qué sirve ir de A a B.
Así, si Aquiles, el de los pies ligeros, por
ejemplo, quería perseguir a una tortuga para hacerse una sopa, nunca la
conseguía alcanzar, puesto que, por mucho que corriera Aquiles, la tortuga corría
mucho más, incongruencia filosófico-pedestre que Zenón mantuvo, pero que no
consiguió explicar satisfactoriamente en toda su vida.
Lo que diferencia a Zenón de Parménides, por poner
un ejemplo, son dos detalles básicos, a saber: que mientras que Parménides cree
que el ente es inmóvil como una sentencia de muerte, Zenón cree que es móvil,
como el precio de la gasolina, y que mientras que al primero le gustaban mucho
las alcachofas, al segundo le sentaban como un tiro.
Empédocles
El filósofo agrigentino Empédocles quería llegar
muy alto. Y como, cuando se proponía hacer una cosa quería hacerla bien, no se
contentaba con ser rey en su ciudad: quería ser Dios. Unos le consideraron como
un semidiós; otros, como un charlatán.
Paseó por Sicilia haciendo
curaciones (ya que su padre había tenido una farmacia en la que Empédocles,
cuando niño, había despachado cantidad de recetas, aprendiendo el oficio).
Cuenta la tradición que,
para tener un fin digno de su divinidad, se arrojó al Etna. Otra leyenda dice
que fue llevado al cielo. En realidad, murió en el Peloponeso, de un ataque al
hígado.
Cuando llega el momento de
decidir cuál es la raíz del ser, Empédocles se ve en un apuro. Si dice que es
uno de los elementos, los filósofos que defienden a los otros elementos se
enfadan. Como es muy diplomático, decide incluir a todos en el revoltijo y
pregona que el aire, el fuego, el agua, la tierra y el éter (no nos olvidemos
del éter) son el principio de todas las cosas.
Estos elementos no se acaban
nunca —dice— y, para decirlo, se apoya en Parménides, que le rechaza de un
empujón. Los elementos están juntos, pero el odio los separa, aunque el amor
los vuelve a juntar al poco rato, como ocurre en las novelas románticas. Pero,
al juntarse, viene lo bueno, porque se unen los trozos mal y aparecen leones
con cabeza de asno, carteros con patas de gallo, pasteleros con lenguas de
gato, reyes con corazones de león, cocineros con piernas de cordero y ministros
con cabeza de chorlito.
De entre estos engendros, asevera
acertadamente Empédocles, sólo sobreviven aquellos que tienen una estructura
interna que les permite seguir viviendo.
De hecho, lo que hace
Empédocles es dividir a Parménides en cuatro (a su teoría, se entiende, porque
a que se le dividiera en persona imaginamos que Parménides se habría negado en
redondo). Y le divide sacándole el jugo y sacándole hasta los decimales. Sólo
introduce la multiplicidad en el ente de Parménides quien no demandó a
Empédocles por plagiario ante los tribunales a causa de que había muerto unos
años antes.
* * *
Como resumen de este
escrito, llegamos a la conclusión de que la filosofía es inútil, como lo
demuestra el hecho de que sobre ningún filósofo se haya hecho película alguna.
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