Vida y milagros de ese
señor tan famoso... ¿cómo se llama? ¡Sí, hombre: el del tupé!
En
pro de la variedad
biografiaré
a un pre-rockero
llamado
Elvis Aaron Presley
y
natural de Tupelo
(que
no es un nombre de coña
sino
de un lugar pequeño
que
está junto al Mississipi).
Nació
en el ocho de enero
de
mil novecientos treinta
y
cinco. Su padre, Vernon
Presley
trabajaba poco,
llevando
poco dinero
al
hogar. Su madre, Gladys
se
lió con el lechero...
Pero
esto no es importante
para
lo que aquí les cuento.
Pues,
siguiendo con la historia,
ya
desde que era mozuelo
Elvis
cantaba muy bien
según
su tío materno;
lo
mismo le daba al blues
que
al country más pachanguero.
¿Cómo
destacó el chaval?
Porque
tuvo un gran acierto:
saber
tocar la guitarra,
saber
cantar como un negro
y,
pese a ello, ser blanco:
ésta
es la clave del éxito.
Porque
los blancos de U.S.A.
tenían
el gran complejo
de
que los negros cantaban
mucho
mejor. Y era cierto.
Y,
por eso, al darse cuenta
de
que Elvis tenía talento
todos
los blancos sajones
se
pusieron tan contentos
y
le auparon a la fama
sin
reparar en el precio.
Compraron
mucho sus discos,
le
dieron el primer puesto
en
toda lista de ventas,
le
hicieron peliculero.
Si
Elvis Presley estornudaba
era
un acontecimiento
y
cuando tuvo paperas
hicieron
seis días de duelo
nacional.
¡Se suicidaron
tres
porque se cortó el pelo!
Le
hicieron hijo adoptivo
de
ochocientos siete pueblos.
Sus
cartas cuadruplicaron
el
servicios de Correos.
Su
marca de brillantina
cotizó
más que la «Exxon»
en
la bolsa. (Esto es verdad;
no
se piensen que exagero.)
Pero,
¡ay! la diosa Fortuna
siempre
ha sido un culo inquieto
que
da y niega sus favores,
sin
pensárselo un momento,
y
tras subirte tan alto
que
casi tocas el cielo
te
hace dar un batacazo
de
aquellos de «aquí te espero».
Comenzó
su decadencia,
dejó
pronto de estar bueno,
se
volvió gordo y seboso,
se
le empezó a caer el pelo,
le
salieron michelines
y
firestones a cientos,
se
casó con una tonta,
se
convirtió en mujeriego,
pilló
alguna enfermedad
de
esas que todos sabemos,
se
compró un batín de raso,
leyó
a Hemingway y a Eliot,
grabó
dos discos horribles
titulados
«In the Ghetto»
y
«Suspicious Minds», ganó
menos
dinero que peso,
en
medio de un trip de ácido
se
fue a ver a un peluquero
y
se encargó dos patillas
postizas
en un intento
de
volverse original
y
no notarse tan feo...
Y
dicen que dice un dicho
—muy
dicho en el mundo heleno—
que
si enfadas a los dioses
y
ellos cogen un cabreo,
antes
de acabar contigo
primero
te vuelven memo.
Y
eso le sucedió al Rey.
Para
empezar, el maestro
de
kárate de su esposa
se
la llevó de paseo
y
no se les volvió a ver.
Elvis
se hizo adicto al queso
de
Rochefort y engordó
todavía
más. Llegó el tiempo
de
llevar mil lentejuelas
en
las galas en directo
entre
cantantes famosos
y
Presley, por no ser menos
que
los demás, encargó
de
ellas todo un cargamento.
Así
su traje pesaba
veintiocho
kilos seiscientos
gramos
y le producía
al
bailar cansancio inmenso.
Del
esfuerzo de llevarlo
tuvo
un desvanecimiento
en
Baltimore. Le sacaron
desmayado
del concierto
en
volandas entre nueve
personas
y diez bomberos.
Murió.
Está enterrado en Memphis
(no
es Egipto, sino un pueblo
de
mala muerte que está
ubicado
justo en medio
de
ningún lado, en América).
Y
allí, en aquel cementerio,
hay
un desfile continuo
de
señoritas con velo
que
lloran a un sudoroso
que
podría ser su abuelo.
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