Comedia de costumbres. Nos hubiera gustado presentarla en su lengua original, para conservar el sabor local; pero no lo hemos hecho por dos razones: primero, por si los lectores no dominan el francés, lo cual es una posibilidad; y segundo, porque nosotros tampoco lo dominamos, lo cual es una certeza
Acto único (porque
nos ha dado pereza escribir más)
(La
habitación de trabajo de Balzac.
Una mesa, una silla y ya está, porque el hombre no tiene dinero para más muebles.
Decoran la habitación unos cuadros que son de mentira: están pintados sobre la
pared, con sus marcos y todo, como para transmitir una sensación de
suntuosidad. En escena, Balzac, el
obeso genio, vestido con una túnica que fue blanca, escribe denodadamente,
mientras ingiere más o menos un tercio del café que se produce en toda La
Martinica. Son las ocho de la mañana. Por la puerta del lateral derecha sale,
despavorido, Pierre, un criado que
el escritor puede permitirse tener, mediante el hábil procedimiento de no
pagarle nunca.)
Pierre.—¡Monsieur Honoré! ¡Monsieur Honoré!¡Escondeos!
¡Huid! ¡Haced algo, pronto!
Balzac.—¿Qué sucede, Pierre? ¿Por qué esos gritos?
Pierre.—¡Buisson, el sastre, está aquí! ¡Espera en la
antesala!
Balzac.—(Asustadísimo.) ¿¡¡Buisson!!?
Pierre.—¡El mismo!
Balzac.—¡Si le dije que me ausentaba de París por unos
meses, que me iba a la Bretagne a cuidar a mi tía Dominique, que se halla
enferma, y que no regresaría en varios años...!
Pierre.—Pues no se lo ha creído y está aquí.
Balzac.—¿Viene solo?
Pierre.—Le acompañan un montón de sus aprendices, que se
han quedado esperando en la calle.
Balzac.—¿No le has dicho que no estoy?
Pierre.—Sí, pero no me ha creído ni una palabra.
Balzac.—Sal y cuéntale que tengo la viruela, como
tenemos acordado, y que por eso no recibo a nadie.
Pierre.—Ya lo he hecho y no ha servido de nada. Por si
lo de la viruela no le convencía, le dije que padecíais de lepra, pero eso
tampoco le disuadió. Insiste en veros.
Balzac.—¡Mecachis! (Balzac no dijo «¡Mecachis!», como ustedes comprenderán. Haciendo uso de su amplio
vocabulario de escritor, dijo otra cosa bastante más fea y muchísimo más
gráfica, que no transcribimos en aras del buen gusto.)
Pierre.—¡Poneos a salvo!
Balzac.—¿Y cómo?
Pierre.—Saltad por la ventana.
Balzac.—¡Es un tercero!
Pierre.— Tendríais que haberlo pensado
antes, cuando alquilasteis el piso.
Balzac.—El bajo era mucho más caro.
Pierre.—¡Estáis perdiendo un tiempo
muy valioso! No discutáis. Saltad, como en las otras ocasiones.
Balzac.—La última vez que lo hice me
rompí la clavícula.
Pierre.—Me temo que él os romperá más
cosas. No lo penséis dos veces. ¡Saltad! Yo intentaré entretenerle.
(Pierre hace mutis. Balzac se dirige apresuradamente a una
ventana, por la que se ve un precioso cielo de amanecer sobre los tejados de
París. De pronto, se acuerda de que aquella ventana es de mentira, que está
pintada en la pared al igual que los cuadros, y se dirige a otra más pequeña,
ésta de verdad, tras la cual se ve una pared de ladrillos asquerosos. La abre,
se santigua y saca un pie por ella, con la sana intención de arrojarse. Entonces
la puerta se abre y en ella aparece la robusta figura de Buisson, un hombre de mediana edad, con
un bastón imponente.)
Balzac.—¡Buisson! ¡¡Qué sorpresa!! (Hay una pausa que se hace más larga que una
novela de Tolstói. Balzac saca el
pie de la ventana y se queda arrinconado contra la pared, con cara de susto.)
Buisson.—¡Por fin os encuentro cara a
cara! Vuestro criado intentó
impedirme el paso, pero yo no me pienso ir de aquí sin daros lo que he venido a
daros. (Buisson
se va aproximando muy lentamente a Balzac,
que no tiene forma de retroceder.)
Balzac.—(Balbuceante, mientras el otro se le acerca.) Veréis, mi querido
Buisson: mi tía Dominique murió repentinamente y por eso he regresado a París.
La buena noticia es que me ha nombrado su heredero, así es que podré pagaros
íntegramente todo lo que os debo. Claro, que el papeleo legal tardará en
solventarse un año o dos, quizá tres; ya sabéis cómo son estas cosas: los
abogados las van complicando y... Si tuvierais la paciencia de aguardar hasta
entonces...
Buisson.—¡¡¡A mis brazos, mi querido
amigo!!! (Buisson
abraza efusivamente a Balzac, que
no entiende nada, obviamente. El abrazo se prolonga un buen rato.)
Balzac.—¿Eh?
Buisson.—¡Sois mi salvador y mi
benefactor! (Le suelta y le mira con ojos
cariñosos.)
Balzac.—¡Buisson...!
Buisson.—¡Ya no me debéis nada! Vuestra
deuda conmigo está saldada.
Balzac.—¡Cómo! ¿Quién ha podido
pagaros?
Buisson.—Vos mismo lo habéis hecho.
Balzac.—¿Yo?
Buisson.— Y no sólo eso. Os vestiré
gratuitamente durante un año; no: durante cinco años. ¡Qué digo cinco años!
¡Seré vuestro sastre, sin cobraros ni un franco, durante el resto de vuestra
vida!
Balzac.— Pero, querido Buisson...
Buisson.— Seré rico y famoso y todo lo
que tengo y tendré, a vos os lo deberé.
Balzac.—¿Vos me deberéis algo a mí? No
acabo de asimilar ese concepto. Explicaos, os lo ruego.
Buisson.— Es muy sencillo. ¿Recordáis
vuestra última novela, Illusions perdues?
Balzac.—¡Cómo olvidarla! Aún me duele
la espalda de escribirla.
Buisson.—En ella me hicisteis aparecer.
Me presentabais como el mejor sastre de París: decíais que cualquier hortera
que vistiera un traje hecho por Buisson podría pasar por aristócrata en todos los salones de la alta sociedad
parisina. ¿Cómo se os ocurrió la idea de mencionarme?
Balzac.—(Aparte.) ¿Cómo le digo que usé su nombre porque me era más fácil
describirle que inventarme un sastre de ficción? (Alto.) Pues, porque en verdad sois un artista de la tela, mi
querido Buisson, un poeta de la aguja, un filósofo del corte y la confección.
Buisson.—Pues esas palabras vuestras,
puestas en vuestra novela, han hecho mi fortuna. Soy el sastre de moda. Todos
los ricos y poderosos de París hacen cola ante mi establecimiento para que yo,
Buisson, les vista y les convierta en elegantes petimetres. Me han dado
suculentos anticipos. En pocos días me he hecho de oro, gracias a vos. Todos
mis oficiales y aprendices, que han venido conmigo, os envían sus bendiciones.
No he permitido que entraran, por no importunaros.
Balzac.—Es un detalle.
Buisson.—Os estaré eternamente
agradecido. Y contad con que os vestiré siempre de balde. Los genios como vos
no necesitan dinero para comprar lo que precisan para la vida. ¡Pueden pagar
con la inmortalidad!
Balzac.—¡Qué bella frase!
Buisson.—Y ahora os dejo, para que podáis
seguir con vuestra meritoria labor. ¡Nada debe importunar al más grande
escritor de todos los tiempos!
Balzac.—Sois muy amable. (Buisson
se marcha, andando hacia atrás y sin dejar de hacer reverencias. Balzac se pasea un rato por la
habitación. Se le nota que está muy satisfecho consigo mismo.) Mis escritos
dominan la vida de los hombres. Tengo más poder con mi pluma que Napoleón con
todos sus ejércitos. Desde este mísero sotabanco cambiaré Francia. (Se sienta
a escribir de nuevo. Vuelve a salir Pierre.)
Pierre.—Buisson y sus ayudantes se han
marchado, vitoreando vuestro nombre por las calles, señor.
Balzac.—Bien, Pierre.
Pierre.—Pero ha venido Finot, el
sombrerero.
Balzac.—(Aparte.) A éste también le mencioné. (Alto.) ¡Ah, muy bien! Hazle pasar.
Pierre.—¿Estáis seguro?
Balzac.—Haz lo que te digo.
Pierre.—Como mandéis. (Pierre
hace mutis. Al poco entra Finot,
también con bastón. Balzac se
levanta y se dirige afectuosamente hacia él.)
Balzac.—¡Mi querido Finot! (Finot
no se anda con contemplaciones. Le arrea un trancazo a Balzac en la cabeza que lo deja temblando.)
Finot.—¡Canalla! ¿Cuándo pensabais
pagarme lo que me debéis desde hace tanto tiempo?
Balzac.—(Tambaleándose.) ¡Si os mencioné en mis obras como el mejor
sombrerero de París...!
Finot.—¿Me estáis tomando el pelo? Yo
quiero mis francos, contantes y sonantes. Si poner cosas en un papel sirviera
para algo, escribiríamos todos. (Continúa
sacudiéndole, hasta que cae el
TELÓN)
No hay comentarios:
Publicar un comentario