Abelardo, Eloísa y tres señores con malas pintas



Una historia de amor que acabó como todas: mal

Acto único y con pocos muebles, para ahorrar

(Una buhardilla en París, allá por el año 1119, cuando hubo aquella cosecha tan buena de melocotones. En escena, escribiendo, Abelardo. Salen tres Esbirros, con cara de pocos amigos.)

Esbirro 1º.—¡Buenas!
Pedro Abelardo.—(Levantándose.) ¿Eh? ¿Quiénes sois? ¿Cómo entráis en mi casa sin llamar
Esbirro 2º.—Abriendo la puerta.
Esbirro 3º.—Sólo había que empujar.
Esbirro 1º.—¿Vive aquí Pedro Abelardo?
Pedro Abelardo.—¿Quién le busca?
Esbirro 1º.—Eso no importa. Contestad: ¿sois vos?
Pedro Abelardo.—No.
Esbirro 1º.—¿No lo sois? A nosotros nos parece que sí. Lo pone en la puerta.
Pedro Abelardo.—¿Os referís al filósofo nominalista, teólogo, poeta y músico, conocido en francés como Pierre Abélard o Pierre Abailard, cuyo nombre en latín es Petrus Abelardus, especialista en lógica y gran dominador de los silogismos y de las disciplinas del «trivium» y el «quatrivium»?
Esbirro 1º.—Sí, a ése precisamente.
Pedro Abelardo.—Pues no soy yo. Es mi compañero de cuarto, en efecto. Pero ha salido.
Esbirro 1º.—Mentís. Estamos convencidos de que sois vos. Vuestra forma de responder os ha delatado, porque nos dijeron que el tal Pedro Abelardo era un pedante de mucho cuidado. (A los otros.) ¡Sujetadle! (Los Esbirros 2º y 3º le cogen por los brazos.)
Pedro Abelardo.—Mas, ¿por qué? ¿Qué he hecho yo?
Esbirro 1º.—Algo muy agradable, pero con consecuencias muy desagradables, me temo.
Esbirro 2º.—¿Os acordáis de Eloísa?
Pedro Abelardo.—¡Mi Eloísa!
Esbirro 2º.—Sí; a quien mandasteis al monasterio de Argenteuil?
Pedro Abelardo.—¿Qué hay de ella? ¡Está bien?
Esbirro 1º.—¡Oh, ella sí! Ha aprendido a hacer dulces de coco. Se le da muy bien.
Esbirro 2º.—Quien no está tan bien es su tío Fulberto, el canónigo de la Catedral de París.
Pedro Abelardo.—Pues, ¿de qué padece?
Esbirro 2º.—De bilis.
Esbirro 3º.—Está ligeramente enfadado por lo que le hicisteis a su sobrina.
Pedro Abelardo.—¿Y qué le hice?
Esbirro 3º.—Pues un hijo, ¿os parece poco?
Esbirro 2º.—Y después la raptasteis y la escondisteis en casa de vuestra hermana hasta que parió.
Esbirro 3º.—Y ella tuvo a vuestro hijo.
Esbirro 2º.—Al que pusisteis de nombre Astrolabio.
Esbirro 3º.—¡Que ya hace falta tener mal gusto!
Esbirro 2º.—Y luego la encerrasteis en un convento.
Esbirro 3º.—¡Que ya hace falta ser cruel!
Esbirro 1º.—Pero, ¿por qué os estamos contando esto que ya sabéis?
Pedro Abelardo.—Pues imagino que para que se entere de ello el público.
Esbirro 1º.—Probablemente. Pero hacer que los personajes de una obra se cuenten unos a otros algo que ya saben es un recurso literario asqueroso.
Pedro Abelardo.—Ello se debe, sin duda, a que el autor de esta comedia, ese tal Gallud Jardiel, es un escritor muy malo.
Esbirro 1º.—De eso estamos convencidos. Pero, volvamos a nuestra acción. Hemos venido a castigaros por orden expresa de Fulberto.
Pedro Abelardo.—¿Os ha pagado para que me ataquéis?
Esbirro 1º.—No. Nosotros ya cobramos a fin de mes y estas actividades esporádicas están incluidas en nuestro contrato.
Pedro Abelardo.—¿Y su condición de cristiano y de religioso no induce a Fulberto a la compasión y al perdón?
Esbirro 1º.—Creo que habéis leído los libros equivocados.
Esbirro 2º.—He aquí la situación: Fulberto se llevará a su sobrina a su casa y nunca más la volveréis a ver. Fingirá que no ha pasado nada. No quiere que este escándalo transcienda.
Pedro Abelardo.—¿Vais a cortarme la lengua para que no hable?
Esbirro 1º.—Esto... No exactamente.
Pedro Abelardo.—¿Cómo?
Esbirro 1º.—Quiero decir que no exactamente la lengua.
Esbirro 2º.—Hay otras cosas que, una vez cortadas, le dejan a uno sin ninguna gana de hablar de ciertos temas.
Pedro Abelardo.—¡No! ¡Tened piedad!
Esbirro 3º.—Si fuera por nosotros... Parecéis simpático y nos habéis caído bien. Pero, ¿qué queréis? Nosotros nos dedicamos a esto y dicen que el trabajo dignifica al hombre.
Pedro Abelardo.—¿Qué podré hacer con mi vida si lleváis a cabo vuestro diabólico propósito?
Esbirro 3º.—Os podéis meter fraile y así, con los votos, no precisaréis de toda vuestra persona.
Pedro Abelardo.—¡Fraile!
Esbirro 1º.—Yo os daré una idea mejor.
Pedro Abelardo.—(Angustiado.) ¿Cuál?
Esbirro 1º.—Podréis escribir el relato de vuestro padecimiento. Yo lo titularía «Historia de mis calamidades».
Pedro Abelardo.—Tendría que ser «Historia calamitatum», en latín.
Esbirro 1º.—A vuestro gusto. (A los Esbirros.) Bueno, id preparándoos.(El Esbirro 2º saca un enorme cuchillo.)
Pedro Abelardo.—(Resignado.) ¡Qué se le va a hacer! Escribiré esa obra magna y me consolaré de mis carencias con la gloria literaria.
Esbirro 3º.—Desengañaos. Me atrevo a augurar que ese libro no lo leerá nadie.

TELÓN

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