Trola histórica
debidamente puesta en solfa
Dicen los libros de
historia —y yo, ¡iluso de mí!, me lo había creído— que Robert Lewis —el piloto
del avión B-29 «Enola Gay»,
que había dejado caer las bombas sobre Hiroshima— se había arrepentido de su
acción y se había metido a fraile capuchino.
No es que esto lo compense, realmente.
Pensando en los miles y miles de víctimas de aquella acción, el que se metiera
a fraile capuchino a mí personalmente no me reporta ningún consuelo; pero a
otros, sí. Así es el mundo.
Hay que deshacer estos rumores
históricos sin fundamento. Porque ahora resulta que no es cierto. ¡Después de
investigar lo mío, descubro que ni siquiera se metió a fraile ni a nada, el muy
gamberro!
O sea: que no hay que hacer ningún
caso a los libros de historia.
Resulta que el mangurrino aquel,
finalizada la contienda, volvió a su antiguo empleo. Fue jefe de personal de
una fábrica de New Jersey especializada en bollería industrial, otra actividad
responsable también de bastantes muertes, a juzgar por los ingredientes que en
ella se empelan.
Vivió
un montón de años, rodeado de su esposa, sus tres hijos y su madre. (También
tenía un canario, pero se le murió enseguida.) Y vivió feliz.
Luego dicen Sócrates, Platón, Leibniz
y otros majaderos por el estilo que el hombre tiende naturalmente al bien, que
aspira a lo mejor y que el mundo lo construyó un Relojero que sabía lo que se
hacía.
El tal Lewis no sólo no renegó de su
participación en la escabechina de marras, sino que escribió varios artículos
periodísticos (en realidad se los escribió su cuñado: él no sabía escribir, pero
le contó los detalles) con los que ganó una pasta gansa.
También le hicieron muchas
entrevistas, como héroe de guerra que era (con lo que ganó otra pasta gansa
asimismo).
¿Y qué decir de las innumerables
pastas gansas que ganó dando conferencias por todo el territorio de la Unión?
Porque por su oficina no iba mucho, que digamos: estaba siempre de viaje en una
u otra universidad contando cómo había accionado la palanca, mientras sus
oyentes mantenían las bocas abiertas y escuchaban con estupor y admiración
hacia su ídolo.
A fuerza de contar la historia una y
otra vez, la fue decorando con detalles cada vez más bonitos y eutrapélicos.
Cuando le preguntaban qué sintió en el momento de lanzar el artefacto,
contestaba algo por este estilo:
«—Sentí que estaba defendiendo la
democracia y la civilización, los valores que nos inculcaron Jefferson y
éste... ¿cómo se llamaba?, bueno: los Padres de la Patria. Estaba protegiendo
nuestra forma de vida: el pastel de manzana, la música country, la
libertad para todos, la tierra de las oportunidades, las barras y estrellas, el
gran cañón del Colorado y a Frank Sinatra. Si tuviera que volverlo a hacer, lo
haría sin dudar: hay un verdadero americano en mí.»
Indefectiblemente, el público se ponía
en pie al escuchar estas frases y le ovacionaba lo menos durante seis minutos
largos.
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