Los derechos de autor de Hitler


          Visitamos a Hitler en su finca de las afueras de Rosario (Argentina) y le encontramos cuidando su precioso jardín, infestado de heliotropos que dibujan en el césped un retrato floral de Federico II de Prusia en el momento de inaugurar un obelisco.
          Habida cuenta de que el individuo tiene un siglo y cuarto de edad, la verdad es que se conserva estupendamente. No aparenta arriba de cincuenta.
          Por cierto: Hitler se ha vuelto a casar y su mujer, un tanto gorda pero aún de buen ver, está ocupada con tareas del hogar. El Führer nos recibe amablemente. Habla el castellano con bastante soltura y hasta se permite el lujo de algún giro castizo de cuando en cuando.
          —¿Viene usted del diario español ***, no es así? —me espeta nada más verme—. La fama de imparcialidad de su periódico ha traspasado el charco y, cuando recibí su amable carta, no supe negarme. Aquí me tiene. Soy todo suyo. Pregunte lo que quiera.
          Y me insta a sentarme en una tumbona, a su lado. Además, me sirve un granizado de limón.
          —Bueno —balbuceo—, no sé por dónde empezar... —. Yo me hallo algo cohibido en presencia del Führer. La persona más importante a la que he entrevistado en mi vida profesional ha sido el bajito de «El Dúo Dinámico». Menos mal que tengo las preguntas apuntadas en tarjetitas (aunque se me caen al suelo y hago les preguntas sin mucho orden).
          —¿Qué opina usted del resultado de la guerra? —inquiero.
          —Hombre —dice—, no le voy a engañar. Para serle sincero hubiera preferido ganarla yo, eso es claro. La pena es que las potencias democráticas se tomaron todo el trabajo para que, en vez de quedarme yo con los países del este, se quedara con ellos Stalin. Parece una simplificación, pero es lo que hay.
          —¿Cuál es su argumento para defender el régimen dictatorial?
          —Es sencillo: se considera que, en religión, el paso del politeísmo al monoteísmo es un avance. No veo por qué en política no va a ser igual.
          Como se ve, nuestro hombre va al grano.
          —Yo, por mi gusto —añade— querría vivir en un régimen de libertad perfecta, en una anarquía. Pero eso no es práctico. El hombre es un bicho tan asqueroso que no se le puede dejar suelto. De ahí la importancia de nosotros, los domadores.
          —¿Se considera un domador?
          —Efectivamente. Para exponerlo de una manera simbólica, yo diría que en el circo de la historia existen los países-domadores y los países-bestias. Los unos dominamos a los otros. Siempre ha sido así.
          —¿Y los países que no intervinimos directamente en el conflicto?
          —Bueno, en el circo también están los payasos.
          —Dejemos la política —sugiero—. ¿Qué opina usted de la canción country que representó a Alemania en el último festival de Eurovisión?
          Hitler pone una cara rara.
          —A mí todo eso ya me da un poco igual, como usted comprenderá —afirma. Pero se ve que no está siendo sincero—. Si mis compatriotas quieren imitar a los EE.UU. y hacer creer al mundo que han conseguido aprender inglés, ¡allá ellos! Yo lo que no acabo de entender es qué hace Israel en un festival europeo. Si Siria u otro país de la misma zona quisiera participar, las carcajadas de los organizadores se oirían en la Antártida. Estos favoritismos continuos son algo que me supera. Por cierto, ustedes, los españoles, también se vienen cubriendo de gloria con sus cantantes. Realmente tienen ustedes ahí un problema. ¿Ven los defectos de la democracia? Eligen entre todos a sus representantes y, ¡claro!, el pueblo ignorante escoge siempre lo peor.
          —Pero si a los que van a Eurovisión no se les elige democráticamente...
          —¿Ah, no?
          Creo mejor cambiar de tema.
          —¿Qué opina usted de nuestro actual Presidente del Gobierno?
          —¡Vamos, hombre! —ríe Hitler—. No me pregunte tonterías. Fíjese en la decadencia de los tiempos. En mi época todos eran grandes figuras políticas con las que se podía o no estar de acuerdo, pero grandes estadistas sin duda: Churchill, Franco, Mussolini, Stalin... Y hoy, no quiero decir nombres, pero... Usted me entiende.
          Hablamos sobre su salud.
          —Me conservo estupendamente, como puede ver.
          —Por lo general se considera que está usted muerto.
          —Bueno —responde—. Por lo general, le gente es tonta y se cree todo lo que le cuentan. Pero no. Estoy vivo y bien vivo. Y mi buena salud la debo a mi fuerte sentido de la iniciativa y al talento de los científicos alemanes. Nada más llegar al poder, en cuanto tuve ocasión, destiné muchos esfuerzos y recursos a la investigación química para desarrollar un producto que mejorase la raza humana, alargase la vida y proporcionase lozanía durante muchos años. Mi filantrópica intención era, una vez ganada la guerra, distribuirlo gratuitamente y que todos los hombres de todo el mundo vivieran más y fueran más sanos y felices. Pero como me zurraron, decidí guardarme el secreto para mí solo y dos o tres amigos. Eso ha salido perdiendo el mundo. Ahora, por lo que a mí respecta, a los aliados y aliadófilos les pueden freír un paraguas.
          —¿Está usted satisfecho con su vida? —pregunto.
          —No me puedo quejar. Gozo de salud, como le digo, y tengo una esposa experta en hacer tartas de chocolate. No miro al pasado, aunque sigo convencido que una Europa organizada hubiera sido mejor que la merienda de negros que tienen ahora. Pero ya lo he aceptado. Solo hay algo que me hace sufrir.
          —¿Los remordimientos por la víctimas de la contienda?
—No exactamente. Tiene que ver los derechos de autor de mi libro, una obra en la que puse mucho esfuerzo e ilusión.
—¿Se refiere usted a Mein Kampf?
          —En efecto. En castellano se titulaba Mi lucha. Y se subtitulaba Cuatro años y medio de lucha contra las mentiras, la estupidez y la cobardía.
          —Muy sonoro.
—A lo que íbamos —sigue contando el Führer—. El libro se vendió bien, pero tampoco fue para tirar cohetes. Realmente, muchos lo compraban por compromiso. Eichmann...
—¿Quién?
—El dirigente nazi Adolf Eichmann, ya sabe: aquel rubio y alto. Cuando fue procesado en Jerusalén, aseguró, como más tarde harían muchos otros nacional-socialistas, que nunca había leído Mein Kampf, ni conocía los postulados que yo difundía en tal obra, ni maldita la falta que le hacía. ¡Imbécil! Cuando le preguntaron la razón que le había llevado a desentenderse de lo que era una obra clave para entender las razones de la patria alemana, Eichmann respondió que otros correligionarios suyos le habían desaconsejado su lectura, por ser un libro demasiado aburrido. Eso me dolió en el alma. Pero me estoy alejando de lo esencial.
—Continúe.
—El caso es que, como es justo, yo tenía el copyright internacional sobre las ediciones americanas de mi libro. Antes del final de la guerra, mi manifiesto político había acumulado en derechos de autor más de 22.000 dólares de los de entonces.
—¿Y consiguió cobrarlos?
          —¡No! —replica, indignado, Hitler—. En el año 1944 los americanos me enviaron una carta, muy fría por cierto, diciéndome que si quería el dinero de los derechos y si tenía los Hoden bien puestos, que me presentase allí y lo reclamase. Pero por motivos que no vienen al caso, no fui a América y el gobierno estadounidense se quedó con la pasta.
          Ante tamaña injusticia, no sabemos qué decir. Pero es hora ya finalizar nuestra entrevista.
—Una última pregunta, porque el tiempo ya apremia. ¿Podría usted darme su truco personal para preparar el pastel de liebre?
          —No veo por qué no —responde—. Todo el secreto está en mezclar azúcar moreno en la salsa en que se macera la carne.
Nos despedimos de don Adolfo tras pedirle que nos dedique una fotografía, cosa que hace con mal disimulada satisfacción.

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