Parece ser que nuestro alfabeto no
está bien como está y que se impone una reforma urgente, porque la cosa no
puede seguir así ni un día más.
Se han recibido últimamente en la
Academia de la Lengua sugerencias curiosas para su modificación.
Hay una propuesta de paridad, incitada
por gentes de izquierdas, que menciona la injusticia de que haya menos vocales
que consonantes en la mayoría de las palabras castellanas.
Proponen meter vocales a la fuerza
para igualar el número. ¿Cómo se haría? Pues insertando la vocal que menos
moleste entre las consonantes.
Por ejemplo, si tenemos la palabra
‘traidor’, la convertiríamos en t(a)raidor.
‘Plato’ se transformaría en palato;
‘cretino’, en ceretino y ‘cónsul’ en
cónsulo o cónsula. Esto funciona a la inversa también, aunque en menos casos,
y, de haber más vocales, las eliminaríamos. ‘Siete’ será sete, ‘ruido’ será rido
y ‘amapola’ será hamapola.
Otro bloque, formado por las buenas
gentes de derechas, propone otra cosa. Asegura que en el alfabeto hay letras
infiltradas, letras extranjeras que les están quitando el sitio a letras
españolas de toda la vida.
Eso no se puede tolerar, dicen. En
nuestra lengua no caben todas las letras y se proponen expulsarlas, no importa
desde hace cuánto tiempo que estén en ella. Según estos señores, la K y la W
son signos ilegales que se colaron de rondón y a los que se regularizó haciendo
gala de excesiva manga ancha. Su intención (la de los señores, no la de los
signos) es acabar con ellos antes de que mancillen nuestras esencias patrias.
Las substituiremos por decreto por
nuestras más castizas letras y ¡a otra cosa! Hablaremos de los filósofos Cant y Quierquegaard, de los estados de Vinscosin, Vashington y Quentuquy, del poeta Valt Vithman, del escándalo Vatergate y de la famosa canción de
Louis Armstrong «It’s A Vonderful Volrd».
Para poder seguir estando orgullosos
de ser españoles no hay más camino que acabar con todo lo foráneo.
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