La muerte de la Muerte

 

Poema truculento y bastante inédito, escrito en colaboración por Francisco de Quevedo y José de Espronceda, recién encontrado dentro de una tinaja, en el sótano de una pescadería de Nápoles. (¿Qué hacía allí?)

 

Muriendo de pulmonía

se halla la Muerte postrada;

crujen sus huesos arriba

y abajo cruje la cama.

Tiene siete colchas gruesas,

dos abrigos y una sábana

y aun así tiene más frío

que un loro en Escandinavia.

Tirita y cuando tirita

los huesos de la cuitada

suenan como castañuelas,

como claves o carracas.

Sus manos están tan débiles

que no digo la guadaña,

—que fuera cosa de peso—,

que ni una hoz levantaran.

Sus ojos, de tan hundidos,

buque español semejaban;

sus cuencas, de tan obscuras,

gongorosas culteradas.

¡Quién te ha visto y quién te ve,

mi señora Doña Parca,

que te has quedado en los huesos,

delgada y desmejorada!

 

Visto la han médicos muchos

(pues es su ciencia tan falsa

que, a juzgar lo que ellos dicen,

aun a la Muerte sanaran).

Recetádola han mejunjes,

cataplasmas de mostaza,

pócimas y bebedizos

e infusiones de mil plantas,

pero no los ha tomado,

pues es la Muerte muy cauta

y, para acabar muriendo,

ella solita se basta.

En los postreros momentos

de la agonía, ella manda

a un verdugo, gentilhombre

de su corte y de su cámara

a que envíe por sus hijas,

Muertiflor y Mariparca

que acuden en un momento,

pues las muertes nunca tardan.

 

Salen con dificultad

las voces de su garganta

entre las cuerdas vocales

y las cuerdas consonantas.

«Mis queridas muertecillas,

la causa de mi llamada

es que sepáis que me muero,

que siempre no dura nada.

Lo que quisiera advertiros,

parquitas de mis entrañas,

es que elijáis otra vida,

que el ser Muerte no es ventaja.

Bien sé que, con este oficio,

nunca os ha de faltar nada,

pues es costumbre de algunos

poner dentro de las cajas

con el muerto, mil tesoros,

que piensan que, si no pagan

el billete, el buen Caronte

les ha de bajar en marcha.

Pero, aunque ricas, es vida

—repito— que desagrada,

pues ella mil privaciones

y mil desdichas abarca.

La que es Muerte titular

nunca duerme ni descansa

y por matar una oruga

salir ha de madrugada.

En los días veraniegos

en los que pasear agrada,

no muere sino algún viejo

que su pensión esperaba.

Pero en febrero y de noche,

cuando, aun con siete bufandas

no osan salir a la calle

siquiera los osos panda,

la Muerte ha de levantarse,

ha de afilar su guadaña

y trabajar a destajo

sin tener ninguna gana.

Nunca ve sitios bonitos

la Muerte, que donde es clara

la luz y es el aire puro,

allí pocas cosas dañan.

La Muerte ha de trabajar

siempre en infectas cobachas,

siempre en barrios asquerosos,

entre gente amontonada,

tíos feos, viejos pochos,

hospitales y canalla.

Además, no hay vacaciones

ni sin pagar, ni pagadas,

por lo que veis que ser Muerte

no es ni un chollo, ni una ganga.»

 

Eso la madre les dice

y, una vez dicho, la palma.

Sacan a la Muerte en hombros

un médico y tres beatas.

Le han puesto encima un sudario

—aunque ya no suda nada—

y la han metido en un cofre

donde, con primor grabadas,

hay dos tibias y dos fémures

que relucen como plata.

Con caja, fémur y todo

la han metido en una zanja

y en su epitafio se lee:

«Pasa, caminante, pasa.

Date prisa en acabar

aquello que hacer pensaras.

Date prisa y hazme caso

y vive a marchas forzadas

pues que aún duran más que el hombre

el plástico y la hojalata.»

 

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