Como resulta que el tiempo
es algo muy relativo
—cosa que dirá un tal Einstein
dentro de un montón de siglos—
voy a contarles un cuento
que tiene un copyright indio,
ilustra muy bien la cosa
y resulta entretenido.
Protagoniza la historia
un asceta muy antiguo,
chupado, depauperado,
costilloso y no muy limpio
que habita en medio de un bosque
en trance meditativo,
vive sólo de raíces
y sin nada en los bolsillos.
Ha aprendido en algún lado
—en algún libro o un vídeo—
que el mundo es todo ilusión
y que los que se han creído
que lo que hay en derredor
es verdad están equivo-
cados de un modo rotundo
y son un tanto cretinos,
pues la teoría de maya
nos recuerda con ahínco
que los objetos son sombras,
que lo duro está blandito,
que los hombres son ficciones
y el cosmos, un cuento chino.
Como fuere. Aquel asceta
se pasa unos cuantos siglos
en la postura del loto
(ya imaginan cuál les digo:
ésa que pronto te deja
los riñones hechos cisco),
meditando en lo inefable
y rezando a lo divino.
Aburrido de escuchar
aquellos rezos continuos
que incesantemente hace
aquel santón tan cansino,
allí va y se le aparece
el mismísimo dios Vishnu.
«Me muestro ante ti. ¿Qué quieres»,
le dice con su tonillo.
«Pide lo que te apetezca,
que lo tienes concedido.»
El asceta, anonadado,
dice: «Si estás complacido,
Señor, con mis penitencias,
explícame bien clarito
qué es el asunto de maya,
porque yo es que non capisco.»
«Bien», dice Vishnu; y prosigue:
«Te lo dejaré clarito;
pero antes de que lo explique
hazme un favor: vete al río
que hay aquí cerca y me llenas
ese cántaro de hidro,
porque tengo mucha sed
y quiero echar un traguito.»
El asceta se encamina
allí, resbala en el limo
de las piedras de la orilla
y se queda sumergido
en aguas que se dirigen
raudas al Océano Índico.
El pobre pide socorro
pero nadie oye sus gritos
y aquellos que sí le escuchan
no le hacen caso maldito.
Tras caer por diez cascadas,
al fin, sale despedido
y en una aldea mugrienta
le hacen volver en sí mismo.
Como ha cogido malaria,
el dengue y el paludismo
tarda en sanar treinta meses,
que se pasa recluido
en la casa del alcalde,
atendido por la ninfo-
maníaca de su hija
(hija del alcalde, digo).
Y tan pronto se repone,
se pone con mucho ahínco
a satisfacer con ella
sus deseos reprimidos.
Resumiendo: que hay bodorrio
y van y tienen seis hijos.
El alcalde les regala
terrenos, un bancalito
de arroz, para que no falte
la paella los domingos.
Han pasado veinte años.
El asceta ha envejecido.
Le han hecho alcalde del pueblo
(que el anterior ya ha morido).
Prospera, nada le falta,
vive muy bien, ¡el jodío!
Pero hete aquí que un buen día
se pone a llover a ríos,
a mares, hasta a piscinas:
todo se llena de líquido.
La inundación es tremenda.
Llega el agua y, de un metido,
va y se lleva por delante
a todo el pueblo enterito.
Se ahogan todos menos él
(aunque ha tragado cien litros).
El ex-asceta se encuentra
en sitio desconocido.
Entonces oye la voz
del dios Vishnu en sus oídos
(pues oírla en sus sobacos
sería bastante rarito)
que le dice unas palabras
que lo dejan aturdido:
«Me estoy muriendo de sed.
¿Dónde te habías metido?
¡Has tardado un cuarto de hora
en ir a por agua al río!
Si la tienes, dámela;
si no la tienes, olvídalo,
que yo me voy, que hace rato
me esperan en otro sitio.»
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