Peregrinando,
aburrido,
hacia una
ciudad muy santa
va caminando
un sufí
que es pobre
como las ratas.
Viste sólo
un taparrabos
por debajo
de su bata;
no tiene
dinero alguno,
ni
posesiones, ni nada;
por no
tener, ni siquiera
tiene un smartphone ni un i-pad.
Como fuere,
ya está cerca
de aquella
ciudad sagrada
cuando halla,
al pie de una higuera
donde se
para, una jarra
llena de
muchas monedas,
todas de oro
y de plata
—mas no de
platino, porque
estas cosas
que se narran
en los
cuentos no conviene
demasiado
exagerarlas—.
En fin: es
un buen pastón
y al derviche
se le atascan
los
propósitos y duda:
¿renunciará
a su jornada
espiritual
prevista,
largándose
con la pasta?
¿Decidirá
que el dinero
es veneno
para el alma
y dejará las
riquezas
allí mismo,
sin tocarlas?
El pobre
está en un impasse
moral, una
encrucijada.
Quiere ser
santo, eso sí,
pero
también, ¡qué caramba!,
quiere
disfrutar del mundo
con la
riqueza encontrada.
¿Cómo
compaginará
sus dos
deseos? Pues traza
un plan que,
a primera vista,
puede
funcionar. La jarra
la enterrará
en cualquier sitio,
irá a la
ciudad sagrada,
hará los
ritos prescritos
con una
rapidez bárbara
y, al
acabar, volverá
y se llevará
el tesoro
a su casa y
¡santas pascuas!
Eso hace, y
allí en medio
de un
terreno pues va y cava
un hoyo y
mete el dinero
y, tras
meterlo, lo tapa.
Pero entonces
se pregunta:
«Y cuando vuelva, ¿qué pasa
si no recuerdo el lugar
donde he enterrado la pasta?»
Para evitarlo, coloca
en la zona señalada
un montoncito de tierra
que deja bien aplanada.
Contento con su escondrijo
parte a la ciudad, con ganas
de acabar con todo aquello
y regresar a su casa.
Pero hete aquí que un señor
le vio mientras aplanaba
la tierra en su montoncito
y pensó, mientras miraba:
«Este santo peregrino
ha hecho una acción muy dogmática:
un montoncito de arena
ha apilado. ¡Vaya, vaya!
Debe de ser algún rito,
alguna ofrenda ofrendada
a Dios. ¡Vete tú a saber
en dónde estriba la gracia
de esto del montón! En fin,
como es posible que traiga
mala fortuna no hacerlo,
haremos una montaña
pequeña con tierra, igual
que la que dejó marcada.»
Y cuando el sufí regresa
al final de la jornada
tras haber llevado a cabo
sus ritos y sus mandangas,
se encuentra el campo plagado
de paisanos y paisanas
apilando montoncitos
de tierra, a semejanza
del suyo, y tiene un infarto
al darse cuenta muy clara
de que no distingue cuál
es el que oculta la jarra.
«¿Qué habéis hecho, majaderos?»,
les increpa. «¿Quién te manda
—responden— a ti meterte
en camisas de once varas?
Esto es un rito que da
la santidad instantánea.»
El sufí
comienza entonces
a escarbar
con muchas ganas,
pero las
gentes de allí
se cabrean y
le paran;
y, no
contentas con eso,
le propinan
una tanda
de palos,
por intentar
profanar
tierra sagrada.
Luego le dan
diez palizas,
cuatrocientas
bofetadas,
doscientos
diez puñetazos,
cien
capones, mil patadas,
un buen
número de tundas
e igual
cifra de somantas
y le hacen
salir corriendo
con el pato
entre las rabas
(¡Huy,
perdón: me he confundido):
con el rabo
entre las patas.
La moraleja
del cuento
yo opino que
está muy clara:
si quieres
ser un santón
y purificar
tu alma
los tesoros
y riquezas,
créeme, no
ayudan nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario