(Patricia Font, 2023)
¿A quién se le ocurre ser progresista en la España de 1935? Pues a un maestro tan encantador y bien intencionado como tonto —Antoni Benaiges—, que se propone enseñar técnicas educativas francesas de vanguardia en Bañuelos de Bureba, un pueblo burgalés en el que los habitantes creían que todavía Napoleón andaba danzando por ahí.
Ese nivel cultural de sus habitantes y el hecho de ser catalán no le facilitan la labor al entusiasta didacta.
La escuela es cochambrosa y los alumnos llegan con cuentagotas, pero enseguida les cae bien el nuevo maestro. «No pega», dicen de él, lo que es el elogio supremo. Él les va enseñando poco a poco, mediante el «método de proyectos», como diríamos hoy. En realidad, sigue las doctrinas docentes de la vanguardia educativa francesa, intentando desrutinizar la enseñanza y hacer que transforme y sirva para algo.
Claro, que el lugar no se lo va a poner fácil. El alcalde le sugiere que pida el traslado, «que seguro que se lo dan». El cura se mete en su clase para acusarle de ateísmo. Los padres de algunos niños los ponen a ordeñar para que no vayan a la escuela. Pese a todo esto, consigue irse ganando el aprecio de los chavales, porque, si no lo hiciera, ¡vaya una porquería de película de maestros que sería esta!
Su arma lúdico-pedagógica es una imprentilla con la que pone a los alumnos a escribir y a imprimir unos cuadernillos sobre diversos temas. El poder hipnotizador de la letra impresa hace su efecto y consigue ablandar a alguno de aquellos padres-animales de bellota, que se conmueven a ver a sus hijos garabatear cosas en un papel.
Para justificar el título de la película, a Antoni se le ocurre proponer a los niños que escriban sobre el mar. Pero estos no saben cómo es[1]. Así es que tienen dificultades para hacerlo. «¿Nunca habéis visto el mar?», les pregunta, sorprendido. «Esto es Burgos, don Antonio», le responden. «Aquí no hay mar. Usted, que es maestro, debería saberlo».
Viene entonces la hamartía, ese término griego que sirve para indicar un error gordo, una gran metedura de pata que se comete y de que la hay que estar toda la vida sufriendo las consecuencias. El maestro les promete que el próximo verano les llevará al mar y les indica que ya pueden ir preparando los flotadores.
Esto es más fácil decirlo que hacerlo, porque tendrán que costearse el billete de tren y los bañuelenses o burebanos no abren el puño ni aunque les den con un martillo en el codo. Además, el cura no se fía del maestro, que es un rojo, y cree que es un peligro que los niños vayan solos con él y se separen de su lado (¡vivir para ver cómo cambian los tiempos!).
Así es que las buenas gentes del pueblo se confabulan todas para echar al maestro de allí y se chivan al inspector de educación, invitándole a que se pase por sorpresa por la escuela y pille in fraganti al maestro enseñando a sus alumnos la teoría de la evolución o cualquier otra indecencia semejante.
Pero cuando aparece el inspector, los niños contestan adecuadamente sus preguntas, saben escribir sin confundir la be alta con la be baja, dividen con decimales y leen razonablemente bien el Quijote en voz alte y sin necesidad de beber agua. El atónito inspector descubre la imprentilla y pregunta qué es aquello. «¡Ah! Es una imprenta con la que aplico las teorías pedagógicas de Célestin Freinet». «¿De quién?», pregunta el otro. Y hay un silencio embarazoso. El representante del ministerio de Educación se marcha satisfecho con el maestro y las fuerzas vivas del pueblo se quedan con dos palmos de narices, en una especie de mezcla de Pinocho y de Cyrano de Bergerac.
Aunque Antoni haya ganado esta batalla, las cosas pintan mal, porque un generalito con bigote da un golpe de Estado y una de las primeras acciones que llevan a cabo sus milicias es detener al maestrillo, que es una amenaza para todas las gentes de bien. Le pegan una paliza falangista, lo torturan bien torturado y lo pasean en una camioneta pasando por encima de todos los baches. En la plaza del pueblo (solo hay una y ni siquiera es redonda) lo humillan delante de todos sus alumnos y queman alegremente todos los cuadernillos impresos, sin que nadie mueva un dedo, ni siquiera una pestaña (lo que requiere menor esfuerzo) para impedirlo. Hecho lo cual, se lo llevan de paseo y lo matan en un descampado (algo que nos estábamos imaginando desde el principio).
Bueno, se nos ha olvidado contar que esto es solo la mitad de la película. La otra mitad es la aburridísima historia de su hija buscando, años después, la fosa donde podría estar su padre (que no está en ninguna). Pero el guionista no sabía cómo ampliar la historia del maestro y recurrió al relleno.
La moraleja es que puedes tener la suerte de hallar un maestro culto, humano y entrañable, pero por cada uno de estos siempre va a haber docenas y docenas (si no cientos) de gentuzas que tiran por tierra todos sus esfuerzos.
[1] Una adecuada definición de lo que es el mar la dio Jardiel Poncela. Al verlo por primera vez, exclamó: «¡Cuánta agua!».
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