El general Putifar
va a defender a la patria
y como en materia bélica
es muy hábil (es un hacha),
derrota a sus enemigos
en menos que un gallo canta,
haciéndolos fosfatina,
pero con tan mala pata
que en el último minuto
del combate le disparan
a bocajarro una flecha
certera que se le clava
en una parte del cuerpo
que no es decente nombrarla
y sobre la que diremos
tan solo que es necesaria
para que no se reduzca
la densidad demográfica.
Cuando su herida se cura,
regresa de la batalla
a Menfis, hecho tapioca,
con ganas de irse a su casa
y cogerse vacaciones,
que las tiene acumuladas.
Pero hete aquí que al llegar
al reino, sin una pausa,
sin darle tiempo siquiera
ni de lavarse la cara,
seis soldados fortachones
se lo llevan en volandas
al templo, que el Faraón
—para así darle las gracias
por la defensa del reino—
le ha dejado preparada
una sorpresa mayúscula
de esas que tiran de espaldas.
Le han traído desde Tebas
a una doncella muy casta
—una virgen pudibunda
de una hermosura que embriaga
como si hubieras bebido
aguardiente o matarratas—,
con objeto de que el gran
general Putifar haga
con ella lo que le guste
o le apetezca o le plazca
(se entiende que no allí mismo,
sino tras de desposarla).
Putifar alza la vista
para ver si es fea o guapa
la mujer que le han buscado
y se le cae la baba
con las proporciones cor-
porales de la tebana,
que están en su punto exacto:
ella no es gorda ni flaca
y tampoco es demasiado
alta ni en exceso baja,
tiene la nariz perfecta
(mejor que la de Cleopatra),
un palmito que da gusto,
buen pelo y no lleva gafas.
Pero el general carece
de la pieza necesaria
para casarse y no puede
funcionar con eficacia
(como ya hemos explicado
en la anterior parrafada),
lo que le hace maldecir
de la saeta de marras
y acordarse de la madre
del que se la disparara.
Más como ha de obedecer
al Faraón, pues se casa,
con el propósito firme
de marcharse a la mañana
siguiente con un pretexto
cualquiera: el de una campaña
militar o alguna tía
que está ya para diñarla
y a quien quiere visitar
antes que estire la pata
y se vaya al otro barrio,
porque confía en heredarla.
Llega la noche de bodas
y la novia está lanzada:
lleva a su esposo hasta el lecho
y le invita con palabras
incitantes a que pronto
le meta un gol por la escuadra.
Putifar está en un brete
y con la ropa empapada
de sudor. ¿Cómo librarse?
¿Cómo lograr darle largas
a la fresca de su esposa
hasta que despunte el alba
y pueda justificar
que ha de hacer una escapada
a ver cómo está la tropa,
que para eso le pagan?
Tiene suerte, porque entonces
aparece una criada
que interrumpe a la pareja
hablándoles de una ganga:
un judío está a la venta
por muy poquitas piastras.
Lota —porque la mujer
es así como se llama—
ve a José, el esclavo, y se
lo queda de guardaespaldas.
Entre unas cosas y otras
amanece en toda el África
y Putifar, aliviado,
coge su escudo y su espada,
se pone coraza, casco,
sandalias y una bufanda
(porque planea irse muy lejos
y no volver) y se larga
a buscarse un enemigo
al que meter en jarana,
pues la guerra le parece
una vida relajada
si se compara al suplicio
de estar frente a una diana
y con flechas pero sin
arco con qué dispararlas.
La esposa queda salida
—por no haber tenido entrada—
y como es muy poco a-
miga de la monoandria,
le echa el ojo al nuevo esclavo
que tiene anchas las espaldas,
pectorales aceptables,
es muy guapito de cara
y sirve para un apuro.
Pero, ¡ah!, ella no contaba
con que José es ruboroso,
tímido cual colegiala,
no ha conocido mujer
—como en la Biblia se narra—
y en materia apareatoria
el infeliz está en Babia,
porque ha crecido en el monte
entre rebaños de cabras
y lo único que sabe
hacer es tocar la flauta,
pero en tema de mujeres
no entiende el pobre ni papa
y tiene nula experiencia
en los asuntos de cama.
Lota decide comérselo
a bocados y sin salsa.
Le llama a sus aposentos,
lo sienta en una almohada
e improvisa un striptease:
se quita túnica y faja,
velo, sostén y demás...
vamos: que se queda en bragas,
mientras que el pobre José
está un instante sin habla
y, tras recobrar la voz,
solo acierta a decir: «¡Cáspita!
¡Qué señora más ansiosa!
¡Hay que ver cómo las gastan
las mujeres en Egipto!
¡Caray con la Putifara!»
Lota le coge y le aprieta
cual si fuera unas tenazas,
mientras el esclavo grita:
«¡Suelta! ¡Lagarta! ¡Lagarta!».
José intenta huir y ella,
para impedirlo, le agarra
la ropa con mucha fuerza:
le retiene por la capa,
pega un tirón y le deja
sin ninguna indumentaria,
más desnudo que Noé
cuando se bajó del arca,
con lo que sus partes íntimas
quedan frescas y aireadas.
Él se escapa por los pelos
de allí, corre como alma
que lleva el diablo y la otra
se siente desesperada
porque su noche nupcial
queda en agua de borrajas.
La mujer marcha a palacio
a decir en voz muy alta
que José es un lujurioso,
un sátiro y un canalla
que, en cuanto la pilló a solas,
pretendió manosearla.
Se tropieza con la reina
y la mentira le casca.
La reina va y se la cree,
y manda presto a su guardia,
que apresa al casto José,
lo trae y lo pone a sus plantas.
La reina —que han de saber
que es una ninfomaníaca
que solo piensa en el sexo
y a que le va la marcha—
queda prendada del chico
y, en cuanto puede, lo palpa,
mientras por el otro lado
hace igual la generala.
Ambas quieren repartírselo:
medio José para cada
una. El esclavo no accede
y da a las dos calabazas,
preservando de este modo
su virginidad judaica;
pero lo tiene difícil,
es cosa harto complicada,
porque las dos le pretenden
de manera simultánea
y si Lota es un bombón,
la reina tampoco es manca;
si la una está que cruje,
la otra no le va a la zaga.
El casto José se asusta,
se amilana y acobarda:
si no se atreve con Lota,
que pide con contumacia
su amor, ¿cómo va a atreverse
con Lota y la soberana
a la vez? José rehúsa
por varias razones claras
que enumeramos aquí:
primero, porque tal práctica
le parece inmoral y
contraria a la ley hebraica;
segundo, porque yacer
con dos es algo que cansa
y es tarea para gentes
que estén bien alimentadas,
no para un esclavo débil
que tan solo come gachas;
y, tercero, porque el chico
es un gran tonto del haba
que ignora que hay situaciones
que conviene aprovecharlas
pues se presentan muy pocas
veces en la vida humana.
En resumen: cuando ellas
se le suben a horcajadas
encima, con la intención
de hacer varias cochinadas,
el joven, de un empujón,
tira las dos y se zafa.
Como no puede escapar
—que la puerta está cerrada
y tras ella hay dos soldados
como armarios, con sus lanzas—
solo puede o someterse
o saltar por la ventana.
Para seguir siendo virgen,
opta por la costalada
y se tira de cabeza;
pero no se descalabra,
porque, por suerte, cae encima
del Faraón, que se estaba
echando una siesta y
soñando en cosas muy raras
(aunque hubiera preferido
que sus sueños le mostraran,
muy ligeritas de ropa,
a unas cuantas suripantas).
El Faraón, intrigado,
le da a José la matraca
con que le explique su sueño,
pues cree que la oniromancia
la practican los judíos
siete veces por semana.
José se inventa una trola
y dice que siete vacas
gordas y siete esqueléticas,
anoréxicas y escuálidas
(que es precisamente en
lo que ha soñado el monarca)
son siete años de cosechas
buenas y siete de malas,
en las que Egipto estará
más hambriento que Carpanta.
Complacido, el Faraón
le entrega a José la vara
de ministro de Fomento,
le da honores y derrama
sobre el esclavo judío
sus riquezas y sus dádivas.
José vivirá en la Corte
con esplendor, tendrá esclavas
para servirle y hacerle
lo que a él le diera la gana.
José no puede negarse
y así, viendo el panorama
y sin otra opción, se aviene
a dejar por olvidadas
su castidad y virtud
y a meterse entre las sábanas
de la reina, de la Lota,
de las sirvientas y fámulas,
de las damas de la corte
y todas las que haga falta,
aprovechándose de
la peculiar circunstancia
de que el Faraón es tonto
y no se entera de nada,
que es más cornudo que un toro,
por lo que no es cosa extraña
que, cuando se duerme, acabe
soñando siempre con vacas.
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