Allá por el año de
mil ochocientos ochenta
(aunque no sabemos si
era otoño o primavera),
Ibsen —que era ese señor
de las patillas inmensas—,
para así contribuir
con su granito de arena
al movimiento que hubo
en defensa de las féminas
a fines del XIX,
fue y escribió una comedia
que ha logrado mucha fama
y se lee en muchas escuelas
titulada Et dukkehjem,
que es una expresión noruega
que se conoció en España
como Casa de muñecas
y que puede muy bien ser
una traducción correcta
o no serlo en absoluto:
esto no hay Dios que lo sepa.
Este drama, que causó
gran sensación en su década,
provocó entre los pacatos
una enorme controversia
debido a que ponía al ma-
trimonio de vuelta y media,
atacaba a los varones
en muchas de sus escenas,
apoyaba al feminismo
más furibundo y etcétera.
Esto no gustó a la so-
ciedad escandinaviesa,
bastante más puritana
que San Justo o Santa Tecla.
Si no conocen la obra,
recomiendo que la vean;
pero si no tienen tiempo
y quieren hacerse idea
clara de qué va la cosa
en un plisplás, no hay problema:
yo les hago aquí un resumen
del cuento y su moraleja
y así podrán presumir
sin comerse la cabeza.
La acción transcurre, apacible,
en una casa burguesa
con calefacción central,
donde vive una pareja
con niños a la que todo
le marcha como una seda
y en donde todos los miércoles
se comen sopa y croquetas,
tortilla de champiñones,
merluza a la vinagreta
y luego fruta del tiempo
y pastelillos de crema.
El dueño se llama Torvald
y hay que decir que es un trepa
y que acaban de ascenderle
en el banco en el que presta
sus servicios. Su mujer
es una muchacha etérea
que ha dedicado su vida
a la actividad doméstica
pero poco, con lo cual
vive como una princesa,
teniendo bajo su mando
a un batallón de niñeras,
a un ejército de chóferes
y a criadas por docenas
(que le hacen todo el trabajo
y ponen todo en bandeja),
por lo que no da ni golpe
y se limita a estar quieta
rehuyendo la actividad,
porque, si no, se despeina
y porque al ver trabajar
a los otros, se marea.
Por eso pasa los días
o bien haciendo calceta
o bien comprando cortinas,
bien echándose la siesta,
quejándose del servicio
o pintando a la acuarela.
Claro, que esta actitud suya
produce una consecuencia
y es que Torvald, poco a poco,
va teniendo la sospecha
(que al cabo de algunos años
se vuelve franca certeza)
de que Nora (que es el nombre
que recibe su parienta)
es una mujer más tonta
que aquél que asó la manteca,
que ni siquiera es capaz de
subirse una cremallera
y no vale para nada,
por lo que la menosprecia
y se porta con la chica
cariñoso, pero déspota.
¿Qué pasa entonces? No pasa
casi nada, que esta pieza
teatral tiene escasa trama
y muy pocas peripecias.
Nora una vez pidió un préstamo
por una razón concreta
y usando esta información
un tipo la chantajea.
Como ustedes se imaginan,
al final Torvald se entera
y el marido y la mujer
se enzarzan en una gresca
en que él se pasa tres pueblos,
la llama «estúpida» y «mema»
y varios insultos nórdicos,
la castiga sin merienda,
la humilla ante los criados,
le da tirones de orejas
y hasta un capón y la trata
de malísima manera.
La situación hace crisis
y Torvald, al fin, demuestra
que no es ni caballero
ni chic ni dandy ni esteta
como él quiere parecer,
sino un pedazo de bestia.
Nora —que ya está hasta el moño
de su esposo— se plantea
si ha de pedirle perdón
o ha de mandarle a la... sierra
as respirar aire fresco
y, de paso, a coger setas.
Tras dudar durante un rato
qué hacer, llama a una maleta,
empaqueta cuatro taxis
(o puede que viceversa),
le dice a su esposo una
palabra bastante fea,
se pone el sombrero (un poco
torcido), coge la puerta,
sale al rellano del piso
y baja las escaleras,
llega al portal... resumiendo,
que está historia se hace eterna:
se larga, se va, se hace
humo de la chimenea,
abandona el domicilio
conyugal y su azotea,
rompe las normas sociales
y se quita de monsergas.
¿Qué aprendemos de la «prota»?
Su actitud ¿qué nos enseña?
Que si tienes un marido
que es un bobo y no te aprecia
en lo que vales y que es
tan machista que no acepta
que, siendo mujer, trabajes
y funciones por tu cuenta,
resulta más conveniente
no meterse en peloteras
conyugales, discusiones,
lloriqueos ni rabietas
—que no conducen a nada—,
sino cambiar de estrategia:
luchar como una leona,
reírse de él como una hiena,
darle bien dada una bofe-
tada de las que hacen época
y decirle: «¡Se acabó
lo que se daba! ¡Ahí te quedas!,
que aunque nací en Estocolmo,
nadie me gana a flamenca.»
1 comentario:
Demasiado largo
Perdón me pierdo en el sentir
Publicar un comentario