Entre las casas de ficción que aparecen en los cuatro o cinco únicos libros que hemos leído en toda nuestra vida, aquella a la que van a parar Hansel y Gretel es nuestra preferida, probablemente porque somos muy golosos.
Según narra el relato folclórico alemán que los sinvergüenzas de los hermanos cuentistas se apropiaron e hicieron pasar como suyo con toda desfachatez, un buen leñador abandona a sus hijos en el bosque para que se los coman los lobos y no tener que alimentarles él, con el consiguiente ahorro doméstico. Los lobos se muestran más compasivos que el buen leñador y deciden no morder a los niños y dejarlos en paz.
Entonces los infantes se tropiezan con la casa de una bruja diabética, que no puede comer dulces y que decide aprovechar la carne tierna que el azar le brinda. Antes de cocinarlos, decide cebarlos, porque los pobres están famélicos y no le van a dar ni para un tentempié. Pero los candorosos niños consiguen escapar, no sin antes encerrar a la bruja en el horno y quemarla inmisericordemente.
Hansel y Gretel roban todas las joyas y el oro que encuentran en la casa y, como son tontos de remate, regresan a la de su padre, quien les recibe con mucho cariño al ver los tesoros que traen. Acto seguido, les despoja de las riquezas y les da un cacho de pan duro, para que se repongan de sus aventuras[1].
Esta leyenda medieval nos enseña dos cosas: a) que en Europa, en épocas de escasez, el infanticidio estaba bien visto y formaba parte de la cotidianeidad más diaria y la frecuencia más habitual; y b) que las brujas harían mejor en comerse a los niños mientras tuvieran ocasión en lugar de esperar, porque nunca se sabe qué giros puede tomar el destino y cómo va a acabar la cosa.
La casa —que es a lo que íbamos— no era originariamente de chocolate. Era de pan. Pero la gente es muy dada a exagerar y se empezó a contar una versión distinta del cuento en la que se decía que estaba hecha de jengibre. Finalmente, la exageración triunfó en toda regla y se afirmó que los techos eran de chocolate, las paredes de mazapán, el suelo de caña de azúcar, las ventanas de caramelo, las puertas de turrón, la valla de confites variados, la grifería de regaliz, la bañera de guirlache, etc. Gretel y Hansel (las damas primero: hay que ser caballeroso) se la comen a bocados, ¡claro!, pero hay que disculparles. ¿Podrían jurar ustedes sobre la Biblia o sobre cualquier novela que les gustase mucho que, en su situación, no habrían hecho otro tanto?
[1] Viendo el comportamiento de absolutamente todos los personajes del cuento, ahora nos alegramos de no haber ido nunca a Alemania.
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