Los gatos en Asia

 

           Del gato en Asia no hay mucho que decir. ¿Por qué? Pues porque es habitual que en todos los libros de historia universal, literatura universal o cualquier otra cosa universal se hable principalmente de lo occidental y se salte a la torera lo de los otros continentes. O si no, contéstenme a estas preguntas: ¿Quién gobernaba en Burundi en 1983? ¿Cuál es el principal poeta de Laos y en qué localidad nació? ¿Cuántas son las islas Filipinas que están habitadas? ¿Lo ven?

          En China hay gatos y, según hemos podido comprobar tras muchas y muy difíciles investigaciones, los ha habido desde hace siglos. Ya los había durante la dinastía Han, que gobernó del siglo II al siglo II (del a. C. al d. C., no es que la dinastía durase muy poquito). Al parecer, llegaron desde Grecia, intercambiados por finas sedas. Las sedas chinas no cazaban ratones y los griegos no podían vestirse con gatos, así es que llegaron a un beneficioso acuerdo para ambas culturas.

          Allí se convirtió en símbolo de la paz, de la fortuna y de la tranquilidad familiar, porque los gatos no son tontos y si aterrizan en una casa en la que hay gresca o donde no hay suficiente para comer, no tardan en hacer el equipaje, pedir un taxi y largarse a otro sitio mejor.

          Se suponía en aquellas tierras que los ojos brillantes de los gatos tenían el poder de asustar a los demonios que, dicho sea de paso, deberían de ser muy cobardicas por aquellos lares. Con el tiempo, esta creencia cristalizó en la aparición de un dios nuevo de segunda generación: Li-Show, que tenía la apariencia de un gato haciendo la digestión.

          El gato apareció por el Japón en el siglo VI, un poco antes de que llegara el budismo (los gatos corren más que las doctrinas filosóficas). Se le pasó a considerar portador de buena suerte, por su brillante pelaje, pero también un animal aciago, por su cola enhiesta; así que los japoneses, cuando veían un gato, no sabían realmente qué hacer, si abrazarlo y darle sardinas o si huir despavoridos. Es lo que tiene que las supersticiones surjan de varias fuentes diferentes y que nadie se moleste en homologarlas.

          En el siglo XVIII los nipones prohibieron la compraventa y el alquiler de gatos, lo que, al parecer, era una práctica común entre la gente que tenía ratones en casa solo un mes al año, por la época de la cosecha, pero a la que no le compensaba económicamente comprarse un gato para tenerlo todo el año. Los gatos se alquilaban por semanas o por día y tenías que dejar un depósito y devolverlo en buenas condiciones.

          Según la leyenda (porque de los historiadores japoneses no te puedes fiar y todo lo que cuentan es mejor que lo consideres una leyenda), se mimó tanto a los gatos que estos se tumbaron masivamente a la bartola y dejaron de cazar ratones. Para ahuyentar a los roedores hubo que pintar gatos en las paredes, lo que solo surtió efecto en los ratones cortos de vista.

          Hubo muchas representaciones pictóricas de gatos. Los pintores Utagawa Hiroshige y Utagawa Kuniyoshi (a los que todos ustedes de seguro conocen perfectamente) pintaron solo gatos, de la misma manera que algunos abstractos solo pintan manchas. El gato se volvió un símbolo de la sensualidad y la decadencia, y aparecía siempre desnudo en los cuadros y acompañado por una mujer hermosa, aunque a decir de muchos era al revés: era el gato el que acompañaba a la mujer desnuda, pues el pintor no hubiera querido pintarlo solo a él.

          El animal se convirtió asimismo en un nuevo símbolo (¡otro más!), este la mar de importante: el gato renacido de las cenizas de un monstruo, un gato-vampiro que atizaba bocados terroríficos que te obligaban a ponerte la antitetánica.

          En la India los gatos son venerados como en Egipto. Algunas diosas adoptan la apariencia de un gato cuando les apetece (para eso son diosas: para poder hacer lo que quieran en el momento que quieran; ¿qué sentido tendría ser diosa si no pudieses hacer tu divina voluntad?).

          Las gentes creían también allí que los gatos alejaban a los malos espíritus, a los que les desagradaba el olor del felino, sobre todo cuando desbebía.

          En el budismo se apreció la capacidad de meditación de los gatos, aunque se cuenta que los budistas se enfadaron con estos bichos (parece ser que uno de ellos se quedó dormido durante los funerales del Buddha, en el que se pronunciaron muchos discursos aburridísimos e interminables) y no les volvieron a dirigir la palabra. Los mininos, que valoran mucho su dignidad, tampoco les pidieron perdón por este hecho y desde entonces unos y otros (gatos y budistas) mantienen unas relaciones correctas y educadas, pero frías.

          El islam apreció a los gatos, quizá como consecuencia de su desprecio por los perros (tema del que el lector puede informarse leyendo mi libro Historia cómica de los perros, publicado en esta misma colección y utilizando las mismas letras, solo que en otro orden).

          Otra razón es que al profeta Mahoma le caían muy simpáticos, porque su gata Muezza le salvó una vez de la mordedura de un áspid. Según una bella tradición, su gata se durmió una vez sobre la túnica de Mahoma y este, para no despertarla y como se tenía que ir hacer un recado, cortó el trozo de túnica sobre la que reposaba el animalito.

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