Les
voy a contar un cuento
llamado
Los tres palacios,
porque
es historia curiosa
de
la que se aprende algo
y es
mejor leer una historia
con
propósito didáctico
que
jugar a la consola
o
engancharse al «Gran Hermano».
Un
rey vivió en ese siglo
al
que le dicen «antaño»
(yo
no sé qué siglo es,
pero
no es muy necesario)
y,
por comer muchas gambas,
enfermó
del «estomágo».
Viendo
que se iba a morir
dedicó
unos cuantos ratos
a
ver cuál de sus tres hijos
—los
tres primeros, que el cuarto
se
acababa de fugar
con
un mozo del establo—
era
para sucederle
el
idóneo y adecuado.
Convocó
a los tres y díjoles:
«Hijos
queridos: la palmo.
Me
han dicho que no hay remedio,
que
no pasaré de marzo
aunque
me ponga muy terco.
Y,
por lo tanto, he pensado
nombrar
mi heredero ya
y
dejar solucionado
todo
lo solucionable.
Sin
embargo, no me aclaro
y no
sé cuál de vosotros
merece
ser soberano.»
Dijo
el primero: «Señor:
el
segundo es muy marrano:
no
se baña ni en agosto
y le
huelen los sobacos
de
tal modo que marchita
los
rosales a su paso.»
Habló
el segundo: «El mayor
juega
al póquer y a los dados
y,
por si esto fuera poco,
coge
una curda a diario.»
Y
dijo el pequeño entonces:
«Padre:
lo que te han contado
mis
hermanos es verdad.
Ninguno
miente. Hazme caso.»
«Como
fuere», dijo el rey
un
poquito mosqueado.
«El
problema más complejo
al
que aquí nos enfrentamos
es
que el reino está en la quiebra
y yo
por eso he pensado
que
mi sucesor será
quien
demuestre mayor tacto
y
capacidad contable
para
administrar los cuartos.
Así
que haré lo siguiente:
a
cada uno daré cuatro
monedas
de oro. Tenéis
que
abarrotarme un palacio
vacío
con lo obtenido
con
esto que os he entregado.»
«¡Vaya
cosa que pedís,
padre!»,
le dijo el mediano.
«Os
concedo una semana
para
completar el pacto.
Quien
más llene, heredará
el
reino, con sus ganados,
sus
tierras, sus campesinos,
sus
ciudades y sus campos
de
fútbol y baloncesto,
sus
Dias y sus Caprabos.»
Y
allá se fueron los tres
a
solventar el encargo.
El
primero meditó.
«¿Puede
conseguirse algo
con
cuatro monedas que
mucho
abulte y no sea caro?
No,
es imposible. Veamos.
¿Qué
hacer? Me lo jugaré
a la
ruleta y, si gano,
podré
llenar el palacio.
Y si
pierdo, ¡mala suerte!
Esto
está muy complicado.»
Jugó
y perdió. El primogénito
así
quedó descartado.
El
segundo fue más listo:
mirad
lo que ha meditado.
«Usaré
basura y excre-
mentos,
porque son baratos.
¿Cómo
baratos? ¡Son gratis!
Emplearé
los cuatro cuartos
en
pagar a porteadores
a
los que no les dé asco
esta
labor basurera
y
estercólico trabajo.»
Eso
hizo y transportó
mucha
basura en cien carros.
La
dejó en el interior
y
medía un metro de alto,
pero
aún le faltaba mucho
para
llenar lo pactado.
Cuando
se acabó el dinero,
él
mismo empujó los carros,
pero
pasó la semana
y no
consiguió llenarlo.
El
tercero no hizo nada
desde
el lunes hasta el sábado;
y el
domingo por la tarde,
a la
hora del ocaso,
llevó
al rey al palacete
y,
en la oscuridad, entraron.
Le
prendió fuego a unas ramas
y
dijo: «Mira: he llenado
el
palacete de luz.»
Y el
rey respondió: «¡Canastos!»,
añadiendo
luego «¡Cáspita»
y un
rato después «¡Repámpanos!
Me
has dado una gran lección
y mi
trono te has ganado».
Cuando
al fin la diñó el padre
el
menor fue coronado,
poniéndole
en la cabeza
un
litro de óleo sagrado
que,
al resbalar por el cuello,
le
puso perdido el manto.
El
pueblo se prometía
un
rey postmoderno y majo,
pero
no le salió bien
porque
estaba tan ufano
de
cómo logró ser rey
que
se hizo «pirománo»
y un
día cogió una tea,
se
montó sobre un caballo
y en
menos que muge un toro
y en
menos que canta un gallo
fue
y le prendió fuego al reino
que
ardió por sus tres costados
(hay
que advertir que ese reino
tenía
forma de triángulo).
La
moraleja del cuento
es
que si ves a un humano
que
hace en cualquier situación
algo
que parece mágico,
original,
estrambótico,
muy
sorprendente o anárquico
es
muy posible que el tipo
se
encuentre un poco grillado.
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