El lipograma no es un mapa de dónde tenemos acumulada la grasa, en cartucheras y michelines, como podría pensarse, sino un pueril subgénero literario pensado especialmente para personas con mucho tiempo que perder o para aquellos a los que se les ha roto una tecla del ordenador y tienen pereza de comprarse otro.
Básicamente se trata de escribir algo, en verso o en prosa, sin emplear en absoluto una letra concreta. Pero, amigos, ¿qué letra es la que se evita? Ahí esta quid de la cosa; porque escribir, pongamos, un soneto sin emplear la letra equis no obliga a forzar demasiado las neuronas.
El cuento «Destino de cenizo», que aquí les ofrezco con mis mejores deseos y un cariñoso recuerdo para la familia, carece por completo de la letra ‘a’, para que no se diga que no soy un escritor arrojado e intrépido.
* * *
Su condición no le viene de siempre, sino que surge de improviso en un momento concreto del tiempo.
Robert es un hombre medio, vecino de New Jersey, con un intelecto medio y todo medio. Y de pronto... ¡plum! Se convierte en cenizo.
Los sucesos son conmovedores. En el momento presente se ve solo en el mundo. En un choque de coches que sufre, sus progenitores se confunden y creen reconocer su supuesto cuerpo muerto. En el cementerio ponen flores sobre el féretro de un ingeniero y, de repente, su hijo surge entre los sepulcros y mueren los dos de un síncope producido por el susto.
Su mujer muere joven, entre el fuego que prende en su domicilio por un cortocircuito. En el entierro, un chofer muy brusco (y un poco bebido) mete el freno del coche fúnebre y el féretro se corre y le muele. Robert tiene que conducir el vehículo sin poseer permiso de conducción ni nociones de ello. Sufre otro choque y se rompe el píloro en tres trozos. El médico, por error, le interviene el riñón.
De regreso, es testigo de cómo destruyen el inmueble de su domicilio, por un error con el edificio ruinoso contiguo.
Solo, triste y mohíno, sin objetivo en el mundo, se propone morir de un tiro en el pecho, pero no puede conseguir su propósito por tener sólo un pulmón, lo que sucede en un individuo entre un millón.
Quiere obtener un empleo con el fin de tener un mínimo de ingresos con que poder subsistir, pero, como es previsible, no lo consigue.
Pobre y sin recursos, elige el robo como profesión. En su debut en un rincón oscuro, con un cuchillo consigue que un viejo le entregue un monedero sin dinero.
Otro intento de robo: un furgón que mueve el supuesto dinero de unos minicines. Detiene el coche y sólo consigue coger los dónuts de los conductores, siendo por ello detenido poco tiempo después en un sitio próximo.
Vive en prisión mucho tiempo. Un juez estúpido confunde su expediente delictivo con el de otro preso del mismo nombre (Robert W. Stevenson), quien perpetró muchos crímenes, y el juez le convierte en reo de muerte por electrocución.
El fluido eléctrico se reduce en el momento cumbre y Robert tiene que sufrir cinco electrocuciones, en veces. Por último le consiguen freír y muere.
Pero en el último segundo profiere un insulto de tono religioso, y, en vez del cielo, su espíritu se vuelve merecedor del infierno y el tormento del fuego eterno, en el reino de Belcebú.
Desde ese momento incluso el infierno tiene conflictos y Pedro Botero pide el retiro.
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