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iterariamente hablando, las antropofágicas meriendas de Cronos dan para mucho, cómo tuvo la amabilidad de contarnos Hesíodo en su Teogonía, quien conocía el tema de primera mano y se había documentado con un montón de fuentes primarias y secundarias debidamente referenciadas, como debe hacerse en cualquier investigación que se precise.
Para empezar por el principio —algo desusado en estos tiempos posmodernos en que tanto priman los flashbacks—, diremos que todo empezó con Urano (el Cielo), que se había casado (de penalti) con Gea (la Tierra) y había tenido un porrón de hijos latosos e inaguantables, como suelen ser muchos infantes a tiernas edades. El hombre (bueno, el dios, queremos decir) acabó cogiéndoles asquito y mucha manía y, para verse libre de ellos, insistió en que permanecieran ocultos en el seno de la Madre Tierra sin salir ni a dar un paseíto cuando hacía bueno.
Gea se rebotó, pues tener a toda su prole en su seno jugando al pilla-pilla le causaba grandes dolores. Así es que urdió un plan para vengarse de su despótico esposo. Fabricó una gran hoz de pedernal y convocó a su hijo Cronos y a sus hermanos, los titanes, para ver quién de ellos era el guapo que se atrevía a darle su merecido a su señor padre de un hozazo bien dado.
Como ninguno de ellos se decidía, Gea les tentó y prometió que el que llevara a cabo aquel necesario parricidio tendría de ahí en adelante y ya para siempre doble ración de helado de postre. Cronos dio un paso adelante y se ofreció para la tarea, porque, como se dice en El padrino, aquella era una oferta que no se podía rechazar.
La diosa atrajo a su marido a un lugar convenido y allí Cronos le atacó por la espalda con la hoz y lo castró. Cómo pudo castrarle atacándole por detrás es algo que todavía no se ha aclarado. La sangre de Urano salpicó la tierra y de ella surgieron los Gigantes, las Erinias, las Melias y los Testigos de Jehová. Pero la cosa no paró ahí, porque Cronos arrojó al mar la hoz —que se convirtió en la isla de Corfú— y los genitales, de los que se desprendió una espuma que preferimos no definir, de la que emergió Afrodita, con concha y todo (nos referimos a la concha que aparece en el cuadro de Botticelli, no a ningún argentinismo obsceno).
Urano, más maltrecho que otra cosa y un tanto minusvalizado, no supo encajar esta broma y juró vengarse, pero como no llegó a hacerlo nunca, no tiene sentido que sigamos hablando de él, por lo que volveremos a Cronos, al que nos habíamos dejado por el camino de esta narración.
Crono, más ufano que un ocho por lo mucho que había hecho el macho, le tiró los tejos a su hermana Rea y, tras camelársela, subió al trono como rey de los dioses. Todo le fue bien durante una temporada, en que fue feliz y comió perdices en salsa de arándanos, que le gustaban mucho.
Pero lo bueno dura poco y Cronos empezó a temer que la historia se repitiera y que sus hijos — le habían nacido varios sin que él supiera a ciencia cierta cómo había sucedido aquello— se rebelaron contra él a su vez, como él se había revelado contra su progenitor.
Así es que optó por librarse de ellos por el nutritivo procedimiento de comérselos crudos, lo que le evitaba el engorro de cremaciones o entierros de los cadáveres. A medida que iban naciendo, se los iba almorzando con la ayuda de una buena cantidad de vino de Chipre, para que no se le atragantaran.
Primero se engulló a Deméter, luego se ingurgitó a Hera, más tarde se tragó a Hades, a continuación se manducó a Hestia y se zampó a Poseidón.
Cuando estaba por nacer su sexto vástago, Rea —quien consideraba que aquello empezaba ya a pasar de castaño oscuro y a ser directamente una inaceptable tomadura de pelo— se fue a ver a su suegra y a pedirle consejo, porque estamos hablando de la Edad de Oro, donde las cosas eran mejores que en nuestros días y cuando suegras y nueras todavía solían dirigirse la palabra. Gea puso en marcha un plan para pararle los pies a Cronos. Se las apañó para que Rea diese a luz a Zeus en la isla de Creta —con el pretexto de que Rea tenía el antojo de comer continuamente las cebolletas que hacen famosa a esta isla— y le dio a Cronos una gran piedra envuelta en pañales, colocándole la trola de que era su robusto hijito recién nacido. El otro, por la velocidad adquirida, no se molestó en comprobar nada y se las tragó (la mentira y la roca)[1].
Según nos han contado algunos de los que lo presenciaron, Zeus creció a hurtadillas en una cueva del monte Ida, en Creta, alimentándose de la leche de una cabra de muy buen carácter llamada Amaltea. Gea había contratado, además, a una compañía de coribantes o bailarines, que gritaban y daban palmadas continuadamente para que el ruido impidiera que Cronos escuchase los llantos y berridos de Zeusito. No quieran ustedes saber en qué condiciones quedaron aquellos pobres coribantes tras dieciséis o diecisiete años de bailar día y noche ininterrumpidamente.
Cuando hubo crecido todo lo crecible (esto es: todo lo que tenía que crecer), Zeus pasó a la acción y decidió que tenía que castigar a Cronos antes de irse a hacer el servicio militar, porque no era cosa de posponerlo más. Resguardándose en el más estrecho de los incógnitos, «echó el currículum» y consiguió un empleo por horas como copero de Cronos, circunstancia que aprovechó para emborracharse gratis todos los sábados y para endilgarle un veneno que le había procurado Gea, que tenía un setenta por ciento de bruja piruja.
Tras ingerir aquella sustancia, Cronos sintió que las tripas se le hacían confitura de melocotón y comenzó a vomitar con una intensidad que no se puede describir ni aun con un idioma tan expresivo como el castellano. Baste decir que arrojó por su boquita a los hijos que se había tragado años ha, la piedra Ónfalos, alguna que otra moneda de cinco dracmas y la capucha de un bolígrafo «Bic».
Acto seguido, tuvo lugar una gran guerra. Combatieron por un lado Zeus, sus hermanos liberados, los Cíclopes y los Hecatónquiros, quienes —como el nombre sugiere— eran unos tipos la mar de raros. Por el otro, Cronos y el resto de los titanes.
¿Qué pasó con Cronos? Hay varias teorías. Según unos, fue enviado con los demás titanes al Tártaro, aunque desde hace años le dejan salir los fines de semana por buena conducta. Según otros, le indultaron y cuando la gente se hubo olvidado del escándalo, le dieron un destino como rey de las Islas de los Bienaventurados, que —dicho sea entre nosotros y en confianza— no sabemos dónde están[2]. Una tercera versión asegura que está prisionero, pero que le dieron a elegir cárcel y que se le encerró en una prisión de mujeres, en el módulo de hombres, y que, por lo tanto, estaba solitario, muy tranquilo y comodísimo, pues tenía un montón de habitaciones para él solo, gimnasio, patio de recreo, piscina, aire acondicionado, televisión y todas las comodidades imaginables, como sucede con algún preso de la actualidad que está en la mente de todos.
[1] . La roca se llamaba Ónfalos, porque en el Olimpo se gozaba de mucho tiempo libre y era costumbre perderlo miserablemente poniéndole nombres a cualquier cosa que se moviese o, como en este caso, aunque no se moviese.
[2] . Las Islas de los Bienaventurados no son sino las Islas Canarias de toda la vida. Lo que pasa es que a Gallud Jardiel, el autor de este libro, la incultura le corroe. (Nota del editor.)
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