La bibliofagía

 

 

          Un amigo mío cometió cierta vez la torpeza de ingerir por error, en vez de un pollo asado que tenía preparado, un volumen de las obras del maestro Eckhart.

          Según me confesó más tarde, al cabo de un par de horas sintió que la digestión y la gastronomía le eran totalmente indiferentes. Tuvo conciencia del «ser separado» (abegescheidenheit) del que habló el místico alemán.

          Este experimento casual me intrigó y decidí llevarlo hasta sus más extremas consecuencias.

          Aprovechando mi actual empleo de funcionario de prisiones, he obligado a un buen número de rateros y carteristas de poca monta, encerrados en la prisión donde trabajo, a ingerir diversos tratados filosóficos para ver qué reacción les producen.

          (No he podido experimentar con los criminales más sanguinarios porque la mitad de ellos sólo come langosta y a la otra mitad la sueltan antes de que pueda hacer la digestión de su primera comida.)

          He aquí mis resultados, que pronto publicaré en una revista científica del extranjero, para dar a conocer mi nombre al mundo. (Las revistas científicas españolas, como todo el mundo sabe, no tienen excesiva credibilidad científica y sólo sirven como material plagiable para monólogos de humor.)

          Un preso acabó con su compañero de celda. Se supo luego que lo había matado porque la víctima hacía versos. El asesino fue el que se había comido La república, de Platón, donde se consideraba a la de los poetas como una de las profesiones más nocivas.

          Quien devoró la Suma teológica, no para de gritar desde entonces «¡Me aburro!», como Homer Simpson.

          Cuando le preguntamos por su experiencia al que se había comido el Ensayo sobre el entendimiento humano, de John Locke, el hombre insistió en que no se había comido ningún libro, sino tan sólo todas las páginas que constituían el libro. El nominalismo llevado al extremo.

          Al que ingirió La monadología de Leibniz, por lo visto le sentó muy bien y está tan contento.

          Otro se comió la Crítica del juicio, de Kant, no porque pensara que le fuera a gustar, sino porque sintió el imperativo categórico de hacerlo, porque era su deber,

          Quien se tragó el Tratado del conocimiento humano, de Berkeley, no quedó seguro de si se lo había comido en verdad o si todo había sido un engaño de los sentidos. Así es que se comió otro volumen del mismo tratado y le volvió a suceder lo mismo. Lleva ya ingeridos once ejemplares del mismo libro.

          Al que le tocó en suerte la Fenomenología del espíritu, de Hegel, juró por todos sus muertos que no se había comido nada, porque hacerlo sería algo irracional y lo irracional no es real.

          Quién se manducó El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer, salió por peteneras, recitando una y otra vez el monólogo de Hamlet.

          La genealogía de la moral, de Nietzsche, provocó en su ingeridor un extraño efecto: pidió más ejemplares del libro, por estar convencido de todo se repite y que tendría que comérselos cíclicamente.

          El que devoró el Curso de filosofía positiva de Comte exigió que le hicieran rápidamente una ecografía del estómago para ver qué datos obtenía de su digestión.

          El que devoró La nausea, de Sartre, rápidamente la vomitó.

          Un valiente se echó a la andorga Ser y tiempo, de Heidegger. Empezó no entendiendo nada de lo que se le decía. Su estado empeoró y ahora está catatónico.

          El resultado del experimento, en la mayoría de los casos, fue nocivo para los especímenes.

Filosófica y humanamente hablando, quienes más dignamente quedaron fueron los presocráticos, como de costumbre. Fueron los mejores de todos, puesto que no dejaron nada escrito que pudiera atragantársele a las generaciones futuras.

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