Pizarro y Atahualpa pasan la noche juntos

 



 

(Es la noche del 26 de julio de 1533 y hace un calor de espanto. El lugar de la acción es el conocidísimo «Cuarto del rescate». Para aquellos a los que este conocidísimo cuarto le resulte desconocidísimo, diremos que es el lugar en la ciudad de Cajamarca, en el Perú, donde Francisco Pizarro tuvo preso al inca Atahualpa durante ocho meses de esos que tienen seis o siete semanas cada uno. Al conquistador Francisco Pizarro sí le conocerán muchos de nuestros lectores. Es ese señor cuyo retrato salía en los billetes de 1000 pesetas. El recinto no tiene más que un mísero camastro y unas pocas sillas, y se encuentra verdaderamente sucio. Cuando comienza la acción está en escena Atahualpa, con tres de sus obesas esposas, que se están sentaditas en el fondo del cuarto y no dicen ni pío durante toda la comedia. Al poco, entra Pizarro, que viene calado hasta los huesos.)[1]

 

Atahualpa.—¡Viracocha! ¡Por fin llegas! Te estaba esperando.

Pizarro.—¿Cuántas veces tengo que decirte que no soy Viracocha? ¿O es que no entiendes lo que te digo? Soy Pizarro, Francisco Pizarro y tú eres mi prisionero.

Atahualpa.—Ya, ya. Pero ¿qué quieres? No puedo evitarlo. Mi pueblo ha pasado siglos esperando al dios Viracocha, una deidad de barba blanca y ojos verdes, vestida de oro y plata, que se marchó por el mar del sur y había de regresar por la tierra del sol poniente para llevar a mi pueblo a días de gloria. Y cuando tú llegaste al Birú y supiste de nuestra leyenda, dijiste ser Viracocha en persona, para que te reverenciáramos. Y aún no estoy seguro de que no lo seas.

Pizarro.—Pero, vamos a ver, viejo chalado: ¿no te has dado cuenta aún de que te tengo prisionero aquí desde hace siete meses? ¿No he pedido un rescate principesco por tu libertad?

Atahualpa.—Sí. Te has portado conmigo como un verdadero canalla, pero los dioses tenéis a veces comportamientos que nosotros, los humanos, no podemos entender.

Pizarro.—Pues no soy ningún dios autóctono, ¿te enteras?

Atahualpa.—Si tú lo dices... pero yo sigo creyéndolo.

Pizarro.—¿Tú me has mirado? ¿Has visto mis ropas? No son de oro y plata, precisamente, sino de tela basta, que me raspa. Y en el lugar de donde yo provengo hay mucha gente con barba.

Atahualpa.—¿Y de dónde me dijiste que venías?

Pizarro.—De Extremadura.

Atahualpa.—Como muchos otros de los tuyos. Debe de ser un lugar muy feo, cuando tantos diablos blancos de allí se vienen para acá.

Pizarro.—No es feo. Solo muy incómodo.

Atahualpa.—Bueno. Y cambiando de tema: me gustaría pedirte que hicieras que tus hombres barriesen un poco este aposento. Está hecho una cochambre.

Pizarro.—¿Pero no te enteras de que esto es una cárcel para ti hasta que tus súbditos me pague tu rescate? ¿Cuándo has visto tú que se barran las cárceles?

Atahualpa.—Nosotros lo hacemos siempre. Tus gentes son bastante cochinas, Viracocha.

Pizarro.—¡Que no me llames Viracocha, te repito!

Atahualpa.—¡Está bien, está bien! Si no quieres tener un origen mitológico, ¡allá tú! No hace falta que grites. Eres un hombre muy impaciente.

Pizarro.—Sí. Soy de natural nervioso, lo reconozco. Es mi carácter. No me puedo estar quieto en ningún sitio y siempre tengo que estar haciendo algo.

Atahualpa.—¿Y qué estás haciendo ahora, concretamente?

Pizarro.—Pues venir a informarte de que ha llegado el oro que faltaba.

Atahualpa.—¿Ya está aquí?

Pizarro.—Sí.

Atahualpa.—¿Entonces me dejarás en libertad?

Pizarro.—Bueno...

Atahualpa.—Me prometiste, creo recordar, que si llenaba esta habitación dos veces, una con oro y otra con plata, me dejarías ir. Mis abnegados súbditos llevan ya tres meses acarreando los metales preciosos por toneladas.

Pizarro.—Ellos no acarrean nada: lo hacen las llamas.

Atahualpa.—Sí, eso es lo que quería decir. Entonces, ¿ha llegado ya el último cargamento?

Pizarro.—Ha llegado.

Atahualpa.—Me alegro; así podré salir de aquí y perder de vista a estas tres esposas mías que mandaste encerrar conmigo.

Pizarro.—Lo hice por tu comodidad.

Atahualpa.—¿Tú estás tonto? ¿Crees crees que es muy cómodo estar con tres mujeres las veinticuatro horas al día durante seis meses? ¿Tú eres casado?

Pizarro.—No.

Atahualpa.—¡Claro! No me extraña que no lo entiendas. Pero traérmelas ha sido una maldad añadida por tu parte. Volviendo a lo nuestro: ¿me vas a liberar?

Pizarro.—Precisamente de eso quería hablarte.

Atahualpa.—¡Huy! Esto me huele muy mal. Espero que no te comportes como un embustero; confío en que no te retractes ahora de la palabra que me diste. Todos dicen que los hidalgos españoles tienen un gran sentido de la justicia.

Pizarro.—¿Eso dicen? Yo no lo he escuchado nunca.

Atahualpa.—¿Entonces...?

Pizarro.—Verás, Atahualpa: la cosa no es tan sencilla. Cuando el emperador inca Huayna Cápac murió a causa de la viruela...

Atahualpa.—Una enfermedad maldita que vosotros trajisteis a estas tierras.

Pizarro.—Yo no traje nada, a mí no me culpes. Yo estoy perfectamente bien de salud, aparte de unas hemorroides, que no son contagiosas. Sigo. Tras la muerte del Inca, hiciste matar a tu rival, Huáscar.

Atahualpa.—¡Toma, claro! Porque quería hacerme tapioca.

Pizarro.—Te erigiste en amo de Cuzco y eso no sentó bien en la capital del Imperio, donde Huáscar era muy conocido y tenía muchas simpatías entre la buena sociedad.

Atahualpa.—¿Y bien?

Pizarro.—Pues que ahora las vas a pagar todas juntas. Te mandaré ajusticiar y los españoles gobernaremos el Birú.

Atahualpa.—¡¡¡Viracocha!!!

Pizarro.—Dicho así, parece un insulto.

Atahualpa.—¿Serás capaz de matarme?

Pizarro.—No, yo no. Me da mucha grima. Mandaré que te maten y lo hará otro. Para algo soy el jefe: para poder evitarme las tareas cansadas y desagradables.

Atahualpa.—¿Serás capaz de hacerme asesinar después de haberte pagado el rescate más alto de la historia? ¿Y tu honor?

Pizarro.—¿Perdón?

Atahualpa.—¿No mantendrás tu palabra? ¿Y tú te llamas a ti mismo guerrero?

Pizarro.—No. Me considero más bien un político.

Atahualpa.—Eso lo explica todo. ¿Y de que me acusarás?

Pizarro.—No tengo necesidad de acusarte de nada. Te mato y ya está.

Atahualpa.—Sois unos salvajes. Nosotros juzgamos a nuestros prisioneros antes de condenarlos a nada.

Pizarro.—Está bien. Si te empeñas, si te pones pesado, te acusaremos de varios cargos antes de ajusticiarte.

Atahualpa.—¿De qué cargos?

Pizarro.—Pues así, a bote pronto, no sé. Déjame un momento, que lo piense. ¡Ah, sí! Mira: he pensado que te podemos acusar de haber mandado matar a Huáscar. ¿Qué te parece?

Atahualpa.—Me parece mal. Y, además, no tenéis ninguna prueba escrita de mi puño y letra en que ordene hacerlo.

Pizarro.—Porque no sabes escribir. Pero demostraré que lo hiciste.

Atahualpa.—¿Cómo?

Pizarro.—Es muy fácil: es mi palabra contra la tuya.

Atahualpa.—¡Pero tú eres un mentiroso!

Pizarro.—Sí, pero en España no lo saben.

Atahualpa.—¡Mira que listo!

Pizarro.—También puedo acusarte de adorar a falsos ídolos.

Atahualpa.—Tampoco me habrás visto hacerlo. Eso de los ídolos está bien para el pueblo ignorante. Yo, en estos temas de dioses y demás, soy más bien agnóstico y un tanto ilustrado.

Pizarro.—¿No pensabas antes que yo era Viracocha? Pero vamos a ver, que yo me aclare: ¿tú crees en los dioses o no crees?

Atahualpa.—Pues, a ratos, como todo el mundo.

Pizarro.—Y por si eso no fuera bastante, puedo acusarte de poligamia.

Atahualpa.—¡Eso sí que no! ¿Encima de haberme obligado a pasar mis últimos días con esas tres arpías, ahora he pagar por ello? ¡Es ya recochineo!

Pizarro.—Y por último, tengo un as en la manga, porque puedo acusarte de traición. ¿Crees que no sé que mientras fingías cumplir tu cautiverio aquí, tan modosito como si no hubieras roto un plato en tu vida, fomentabas entre tu pueblo la rebelión?

Atahualpa.—¿Yooooo?

Pizarro.—Sí, tú. Sabemos que has dado órdenes secretas a tus gentes para que reúnan un ejército para luchar contra nosotros.

Atahualpa.—Yo lo ignoraba, te lo aseguro.

Pizarro.—¿Ha sido iniciativa de tus hombres?

Atahualpa.—Puede. Me aman mucho y harán lo posible por liberarme. Pero yo no sé nada.

Pizarro.—Ese ejército ejército avanza desde el sur, al mando del general Calcuchimac.

Atahualpa.—Me haces reír. ¿Calcuchimac? Entonces, desgraciadamente para el pueblo inca, no tenéis nada que temer.

Pizarro.—¿Y eso?

Atahualpa.—Calcuchimac es un inepto incapaz de dirigir no digamos un ejército, ni siquiera un cuarteto de cuerda. Es torpe como él solo y no conseguirá perjudicaros en lo más mínimo. Se embarullará, tomará malas decisiones, dará órdenes contradictorias y al final los guerreros se hartarán, desertarán y se volverán a sus casas.

Pizarro.—¿Y por qué le nombraste general?

Atahualpa.—Tenía un tío no sé dónde, no recuerdo en qué consejo, que me habló muy bien de él. Como entonces no teníamos guerra con nadie, accedí y le di el cargo. Oye, una curiosidad: ¿cuándo me vas a matar?

Pizarro.—Pues pensaba hacerlo mañana por la mañana; si deja de llover, claro.

Atahualpa.—¿Si deja de llover?

Pizarro.—Sí. No voy a ajusticiarte aquí dentro, como comprenderás. Se pondría todo perdido con tu sangre. Hay que hacerlo al aire libre, que siempre es más sano.

Atahualpa.—¿Pero no decías que no te importaba que las cárceles estuvieran sucias?

Pizarro.—Pero no es lo mismo un suelo de piedra lleno de sangre, que tarda mucho en quitarse, que un poco de polvo de nada, que no hace daño a nadie. Además, mira: casualmente ha dejado de llover.

Atahualpa.—¡Qué oportuno! ¿Y cómo piensas darme muerte, si no es indiscreción preguntarlo?

Pizarro.—¡De ninguna manera! Puedes preguntar lo que quieras. ¡Faltaría más! Pues mira: yo creo que quemarte vivo estaría bien. Es rápido y limpio.

Atahualpa.—Lamento no estar de acuerdo. Limpio, puede. Pero rápido... Seguro que hay otro medio menos doloroso.

Pizarro.—Bueno, podríamos estrangularte. Dicen que no duele casi nada. Vamos, que prácticamente ni te enteras.

Atahualpa.—¡Eso!

Pizarro.—Pero hay un problema. Creo que existe una ley que lo impide. No me acuerdo de cuál, porque tengo una memoria horrorosa. Hay una ley que dice algo así como que la muerte por estrangulamiento sólo se puede aplicar a cristianos bautizados.

Atahualpa.—¡Vaya, hombre!

Pizarro.—¿Tú no estarás bautizado, por una casualidad?

Atahualpa.—No. ¿Cómo iba estarlo?

Pizarro.—¿Quién sabe? Los conquistadores nos damos toda la prisa que podemos, pero de pronto los misioneros llegan antes que nosotros. Para cuando vamos a exterminar a algún pueblo indígena, ya todos nuestros enemigos se llaman Remigio, Lucas, Marcelino y cosas así.

Atahualpa.—Pues yo no estoy bautizado.

Pizarro.—¿Pero te importaría estarlo?

Atahualpa.—Si me facilita la muerte, no, en absoluto.

Pizarro.—Pues ¡problema resuelto! Tengo dos o tres sacerdotes entre mis gentes. Saco a uno de la cama, que te bautiza en un decir Jesús, y nunca mejor dicho, y continuamos con tu ejecución sin perder más tiempo del imprescindible. ¿Cómo querrías llamarte?

Atahualpa.—No sé. ¿Cuál es el nombre más bonito, refinado y elegante que existe en tu lengua?

Pizarro.—El mío: Paco.

Atahualpa.—Pues está decidido. Olvídate de Atahualpa. Desde hoy la gente me conocerá por mi nuevo nombre: «Paco, el último emperador de los incas».

Pizarro.—Suena bien.

Atahualpa.—Oye, no se te olvide decirle a quien me ajusticie que procure ser rápido y no hacerme mucho daño.

Pizarro.—Descuida. Mi verdugo tiene ya mucha práctica.

 

(A las pocas horas, Atahualpa es estrangulado en el poste después de que un sacerdote lo bautice dándole el cristiano nombre de Francisco. Al saberse la noticia de la muerte del Inca, miles de sus fieles sus súbditos se suicidan para seguir a su señor hasta el otro mundo. Pizarro se encuentra con un montón de cadáveres apestosos. Para evitar que se pudran y causen una epidemia importante, él y sus hombres se pasan varias semanas cavando en fosas para meterlos a todos, por lo que acaban baldados.)


 



[1] Nos gustaría poder insertar una nota erudita y decir que lo que contamos aquí lo hemos extraído de un libro respetable, como por ejemplo la Historia general de las Indias, del cronista Francisco López de Gómara, pero en realidad lo hemos visto en un telefilm peruano de bajo presupuesto titulado Las glorias del Inca o El día en que Atahualpa bailó un carnavalito.

No hay comentarios: