Los gatos en Egipto

 



          Al gato, en Egipto, se le llamaba «miu», lo cual no resulta tremendamente original, que digamos. Allí era un animal apreciado por su dulzura, su gracia y su indolencia. En tiempos de hambruna se le apreciaba también, cocinado con arroz.

          Se le adjudicaba el rango de animal protector, pues si no le dabas cordilla ni sardinas en lata, el animalito no tenía otra que cazar ratas o víboras cornudas, lo que redundaba en la seguridad de los hogares donde asentaba sus reales.

          También fue un animal sagrado, algo relativamente fácil de conseguir en aquellos tiempos en que los hombres eran muy brutos y parecía más lógico considerar divinos a los bichos. En Egipto primero se veneró al león, por su melena mariovaquerízica, pero los leones eran pocos en aquella tierra y, además, tenían un proverbial mal carácter y no dejaban que te acercaras a ellos, por lo que el gato resultó un sucedáneo muy aceptable para incluirlo en el panteón egipciano, junto con deidades con cara de perro como Anubis (con quien nunca se llevó muy bien, todo hay que decirlo).

          Como decimos, en las cortes de Egipto se idolatraba al gato y el gato se dejaba idolatrar, ¡a ver! A Bastet —diosa de la fecundidad, de la belleza y de las ganas de merendar, equivalente a la Artemisa griega, pero con más mollas— se la comenzó a representar con cabeza de gato (era también la diosa de la guerra, cuando tenía cabeza de leona, porque en Egipto ya se conocía el pluriempleo).

. La diosa simbolizaba la luz y el sol, pero también la obscuridad y la luna (esto era un follón), aparte de curar enfermedades (leves) y velar por las almas de los muertos, por lo que su existencia era necesaria en cualquier república bien constituida. Egipto no era una república, que sepamos, pero igualmente se emitieron edictos para proteger a los gatos vinculados a la diosa, porque alguien pensó que si ella se enfadaba al ver que trataban mal a su animal de compañía y hacía desaparecer el sol, la luz, los días y las noches, todo el pueblo de Egipto lo iba a tener muy difícil para cobrar su sueldo a fin de mes.

          No está claro si estas leyes fueron beneficiosas. Un funcionario romano y corto de vista que mató a un gato por error, confundiéndolo con una jirafa (no sabemos por que tenía tampoco que matar a la jirafa), fue linchado por las gentes del pueblo, que no toleraban el gaticidio y que se afeitaban las cejas cuando se cometía uno. Las tropas del faraón consiguieron rescatarlo con vida y arrebatárselo a la turba antes de que acabara con él. Hecho esto, lo mataron ellos, como mandaban las leyes que se hiciera con cualquier matagatos probado.

          La gente amaba a estos felinos y les daban de comer en sus propios platos, costumbre que ha perdurado en algunos amantes de los animales. A su muerte se les hacían prácticamente funerales de Estado y sus poseedores guardaban luto y aprovechaban la coyuntura para afeitarse las cejas, para así estar a la moda. Se compraba un lujoso sarcófago y se metía el cadáver del gato, junto con algunos ratones embalsamados, para que el minino pudiera seguir jugando en el más allá.

          En el siglo XIX se descubrieron en la antigua Bubastis —en tiempos capital de Egipto— más de 300 000 momias de gatos, guardadas en cofres de madera. Estaban cubiertos con una máscara funeraria sobre la que se podían distinguir el hocico, los ojos y los bigotes del finado felino. Los arqueólogos a los que se encargó datar todas aquellas momias por medio del carbono-14 y el potasio-argón lo hicieron con unas cuantas docenas de ellas y luego dimitieron de sus empleos y prefirieron ponerse a trabajar en la construcción.

          Una curiosa anécdota (La anécdota no era nada curiosa, somos nosotros los que tenemos curiosidad por las cosas que suceden: a las anécdotas en sí les da lo mismo) cuenta que Cambises II, un rey bizco y persa, quiso someter a la ciudad de Pelusio, que está... que está..., bueno, que era una ciudad egipcia. Mandó a buscar seiscientos gatos y los ató a los escudos de sus seiscientos soldados, atacó y los egipcios se negaron a pelear para no herirles, por lo que la ciudad cayó en manos del invasor. La leyenda se hizo famosa en su país y, siglos más tarde, Babbar quiso emplear la misma táctica cuando invadió la India; pero, claro, esta vez tenía que atar una vaca a cada escudo y al final tuvo que desistir de su empeño por el evidente problema logístico que aquella medida bélica implicaba (no había vacas suficientes para todos, era muy difícil atarlas a un escudo y luego los soldados no conseguían mover ni el escudo ni a la vaca).

          El culto a Bastet comenzó a desaparecer hacia el siglo IV a. C. y terminó de hacerlo en el IV d. C. (lo que es un período bastante largo para una desaparición). El gato perdió entonces popularidad y dejó de ser un dios para volver a ser un animalito vulgar y corriente.




No hay comentarios: