Antonio García Gutiérrez (1813.1884)

 


           Un autor al que la crítica no hizo mucho caso en España hasta que no se le copió en el extranjero fue el dramaturgo García.

          Este buen hombre dedicó su vida al teatro, a promover el liberalismo y a coleccionar cajas de cerillas, aunque de su tremendamente numerosa producción solo recordamos tres obras.

          El trovador (1836) fue aplaudidísima su estreno y esto fue justo, porque sus buenos cuartos le había costado tal éxito al empresario en sueldos de la claque. El argumento de la obra giraba en torno a esos dos temas tan originales y tan poco tocados en teatro como son la venganza y el amor. Los amores de Manrique y Leonor son conmovedorísimos y las intrigas de la pieza, arrebatadorísimas.

          Este drama romántico se ambienta en la Zaragoza medieval, su protagonista aparece encerrado en una torre del palacio de la Aljafería y muchos de sus personajes, en varias escenas, comen esos caramelos tan sólidos de allí que se llaman «ladrillos de la Virgen» o «adoquines del Pilar». Hay envenenamientos, venganzas de brujas, raptos, asesinatos y toda la pesca.

La historia la popularizó Giuseppe Verdi al componer una ópera sobre la infortunada pareja, por más que cambió todo lo que le dio la gana, dejando el libreto que no lo conocía ni la madre que lo parió (don Antonio). Solo después de que los italianos decidieran que el tema tenía gancho se aventuraron los críticos españoles a reconocerle a García Gutiérrez un mínimo de talento teatral.

          Se culpa a García de no tener mucho que decir. Puede ser; pero recordemos que se trata de un dramaturgo y no del portavoz de un partido político. Sus obras tienen unas magníficas intrigas y los públicos españoles se mordían constantemente las uñas durante las representaciones, atenazadas sus gargantas por la angustia que les producían las vicisitudes por las que pasaban los personajes garcigutierrinos. Tal mérito no debe olvidarse.

          En 1864 el trajiturgo (dícese del dramaturgo que escribe tragedias) obtiene un éxito clamoroso con su Venganza catalana (una obra teatral, no un episodio de su vida personal). Era una exaltación teatral de los hechos (y deshechos) de armas del templario Roger de Flor y sus almogávares catalanes, aunque el eje dramático era la muerte del héroe a manos de los cochinos bizantinos, víctima de la envidia, la traición, el odio racial y un ramalazo de erisipela. La obra incluía unas imposibles intrigas dramáticas, las unas encima de las otras, para deleite de públicos anhelantes de emociones y bastante mal informados sobre lo que pasó realmente durante las Cruzadas.

          A Gutiérrez le gustaba mucho Juan Lorenzo (no un señor, sino una obra de 1865), que fue la más ambiciosa de sus creaciones dramáticas. Lo que intenta el autor en esta pieza (aparte de ganar lo bastante para comprarse un chalet en Guadarrama a donde ir a pasar el verano y escapar así del calor de Madrid) era ejemplificar el hecho de que las revoluciones, por justas que puedan parecer cuando se inician, acaban siendo siempre una merienda de negros, debido a la ambición humana, que es un bicho difícil de domesticar.

          Juan Lorenzo es un revolucionario que está en Valencia durante la época de las germanías y al que no se le ocurre otra que levantarse en armas contra la nobleza para conseguir una libertad algo confusa. Como era de esperar, los suyos le traicionan y él acaba muy mal. Acaba muerto, vamos.

          La obra estuvo prohibida un tiempo y se estrenó con dificultades, no tanto por la censura como por un ataque de hipo recalcitrante que sufrió el actor protagonista. Gustó mucho, pero hoy en día se representa más bien poco. Mejor dicho: no se representa nada. No sabemos de nadie que la haya visto ni siquiera que tenga algún abuelo o bisabuelo que la haya visto nunca, lo cual es una vergüenza para nuestros teatros nacionales, que deberían ocuparse más de promocionar nuestro patrimonio dramático para que lo conozcan todos.

 

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