Buddha y el perro comilón

 


 

          En una de sus vidas anteriores, Siddharta Gautama, llamado «el Buddha», caminó durante varias semanas predicando su doctrina y tuvo que detenerse en un reino, porque se le rompieron las sandalias en un fin de semana y no podía seguir adelante hasta el lunes, que abrieran las tiendas.

Pronto supo algo curioso: los habitantes de aquel reino —su nombre sonaba algo así como Keshbhanya o algo parecido, una palabreja sánscrita de esas tan difíciles de pronunciar— estaban todos de acuerdo en una cosa: en que su monarca era un ser odioso y repugnante.

          El reyezuelo aquel era, en verdad, un individuo de mucho cuidado. Manejaba el poder con la soltura que los limpiaventanas manejan la escobilla y prodigaba castigos como quien reparte folletos publicitarios en una esquina. Se había ganado a pulso el odio de sus súbditos, súbditas y súbdites y, como era joven aún y disfrutaba de buena salud, la cosa no pintaba bien para el reino.

          Cuando el malvado soberano —su nombre no ha trascendido, pero le llamaremos Federico como hipótesis de trabajo— supo que Buddha estaba en su reino, le hizo llamar a su palacio, no a gritos —lo que hubiera sido una falta de etiqueta—, sino enviando un mensajero al árbol bajo el cual el santo dormía su kármica siesta.

          —Pasa y tómate algo —le dijo campechanamente el rey Federico al filósofo cuando le vio entrar en su antecámara.

          (Cuando los reyes quieren ocultar sus defectos y caerles simpáticos a la gente, emplean este recurso de la campechanía para mejor engañarnos. Esta práctica viene de antiguo, como puede aprenderse en esta leyenda.)

          —¿Para qué, ¡oh, soberano!, me has llamado? —fue la respuesta del recién llegado.

(Sin haberlo querido ni intentado, nos ha salido un verso pareado.)

Y sin esperar a que le contestase el otro, Buddha continuó, porque era una de esas personas a las que les gusta oír su propia voz.

—¿Has sabido de mi presencia en tu ciudad y has querido aprovechar mi sabiduría para gobernar mejor? ¿Quieres enmendarte y limpiar tu alma de esos pecados feísimos que me han dicho que cometes todos los lunes, miércoles y viernes? ¿Quieres que te diga cómo abandonar tu vida de maldad y hacer que tus vasallos te tengan cariño, aunque solo sea un poquito?

—En absoluto —fue la respuesta de Federico—. ¿Por qué habría de hacerlo?

(Ahora que meditamos sobre ello, Federico es un nombre que no suena nada indio. Habría sido mejor que el rey anónimo se llamara Vijay, Kumar, Abhijit o cosa parecida, pero nos tememos que ahora ya es tarde para cambiárselo sin que el lector se líe, por lo que lo dejamos como está.)

—¿Que por qué habrías de hacerlo? —repitió Buddha, indignado y sin salir de su asombro—. ¡Pues porque es sabido que cuando un rey malo se encuentra con un santo, tiene que volverse bueno de un día para otro! Es lo que pasa en todos los casos documentados. ¿Es que no lees libros?

—Realmente, leer no es lo mío —confesó el rey—. Para entretenerme prefiero los espectáculos de bailarinas semidesnudas y los partidos de críquet, esos que duran varios días.

Buddha contestó con una interjección lo bastante malsonante como para que los discípulos que recogieron esta historia y transcribieron las sagradas palabras de su maestro decidieran omitirla, en pro de su buena imagen.

—Verás: lo que yo quiero de ti y de tu influjo sobre las masas ignorantes es que des unos cuantos sermones al pueblo, animándole, haciendo que se fije en todo lo bueno y bonito que tiene a su alcance: las puestas de sol y esas cosas cursis y gratuitas, y se olvide de cómo gobierno yo. Lo podrías llamar el «Sermón de la Alegría». Su leitmotiv podría ser «Keshbhanya va bien». Y luego lo podrías publicar aparte e incluirlo en tus Obras completas. Seguro que tus santos y sabios preceptos harán el milagro de tener contenta y callada, sobre todo callada, a mi levantisca población.

Buddha calló durante un rato, no sabemos si porque meditaba o porque estaba intentando decir una frase sentenciosa que tenía en la punta de la lengua pero no la acababa de recordar. Al cabo de un tiempo anunció:

—Voy a contarte una historia.

—¡Hombre, no! —protestó Federico— No te he llamado para perder el tiempo.

Pero, viendo al otro decidido, tuvo que resignarse, por lo que se sentó en su trono y mandó que le trajeran un refresco, porque aquel día era verdaderamente un día indio (un día muy caluroso, como son todos los días por aquellos parajes).

El «Buddha» comenzó su perorata:

—Hubo una vez un rey tan opresor para su pueblo, tan sinvergüenza, que el propio Indra, padre de los dioses, decidió dejarse caer por la tierra para darle una lección.

El narrador hizo una pausa en su relato.

—¡Continúa, continúa! —le animó el rey, que se había tumbado boca abajo y a quien uno de sus sirvientes le había empezado a dar un masaje en el cuello, algo que gustaba mucho al monarca—. ¡Tu sigue, que yo te escucho igualmente!

—Indra se presentó en su palacio con apariencia de cazador y acompañado de un gran perro, que empezó a hacer «¡guau guau!» lastimosamente en mi bemol menor y con gran potencia, hiriendo los oídos de todos los allí presentes. El rey preguntó la razón de aquel ladrerío e Indra le dijo que el can se quejaba de pura hambre.

»Mandó entonces el monarca que le trajeran de comer al can. Sus sirvientes lo hicieron, el perro comió y, cuando se hubo acabado todo, ladró de nuevo.

»—Tiene hambre aún —dictaminó Indra.

»—¡Traedle más comida, córcholis! —ordenó el rey.

»Se la trajeron a espuertas, pero el can la devoró igualmente y continuó con su ensordecedor concierto.

»¡Traed más! —gritó el soberano.

»—Majestad: ya se ha tragado todo lo que había en las despensas reales. Solo quedan las viandas preparadas para el festín real de mañana en las bodas de vuestra hija, la princesa!

»—¡Pues que no se case! —bramó el ya desgañitado monarca—, pero haced algo para que ese maldito perro se calle!

»Los ladridos seguían siendo horripilantes.

»Cuando el pantagruélico can hubo acabado con los manjares del festín, se tuvieron que confiscar los alimentos de toda la población de la ciudad y de las granjas adyacentes, pero el perro seguía y seguía, masticando y ladrando, masticando y ladrando, como si tal cosa.

»Gimoteante y desconsolado, el rey le preguntó a Indra:

»—Ya no tengo nada más en mi reino. ¿Qué quiere comerse ahora?

»—Esos cojines de vuestro trono parecen suculentos —fue la respuesta de Indra.

»El terrible can se comió los cojines, y el trono, y los muebles del salón real, y los cuadros, y hasta un jarrón de la dinastía Ming que el rey se había regalado a sí mismo como un capricho en su último cumpleaños.

»Cuando del palacio ya solo quedaban las paredes peladas, pues el can había devorado deleitosamente el papel pintado (de florecitas), el rey, tapándose los oídos con las manos, se arrastró a los pies del dios como una piltrafa humana y le dijo:

»Ya no me queda nada más. ¿Qué quiere comerse ahora?

»—Quiere comerse a tus enemigos —respondió el fingido cazador—: solo así se saciará y callará.

»—Yo no tengo enemigos —presumió el rey—.

»—¿Cómo es posible eso?

»—Es que ya los he matado a todos —se lamentó el monarca—. Si no lo hubiera hecho, ahora podría dárselos a mascar a vuestro perro.

»Te equivocas: tú mismo eres también tu propio enemigo.

»—¿Yoooo? —dijo el rey, abriendo los ojos como platos.

»—En efecto, pues te has comportado de forma que has atraído las iras de tu propio pueblo. Ejerces la injusticia, oprimes a los débiles y maltratas a los pobres. ¿Ya me dirás si eso no es ser un canalla?

»El rey aquel meditó sobre lo que estaba sucediendo y sintió remordimientos por primera vez en su vida.

»—Tienes toda de la razón, ¡oh, cazador!

»—No soy un cazador: soy el dios Indra —saltó el otro, revelando su verdadera personalidad y quitándose aquellos ropajes que, dicho sea de paso, le resultaban muy incómodos, pues estaban hechos de una tela basta, que raspaba—. Y el can que me acompaña es igualmente divino.

»—Ya me parecía a mí que en lo del perro había gato...

»¿Cómo? —interrumpió el santo.

«— ... encerrado —continuó el rey, murmurando entre dientes. Y luego, en voz alta, añadió—: He obrado mal y te pido perdón. En adelante seré un buen gobernante, lo prometo.

»Al escuchar estas palabras, los ladridos cesaron.

»—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!

»El suspiro de alivio que exhaló el monarca fue tan fuerte que resquebrajó una columna.

»—Y así acabaron felizmente las injusticias de aquel reino, gracias al perro de Indra —sentenció Buddha en un tono de voz que se veía que estaba muy orgulloso de cómo había contado la historia, que le había salido muy bien.»

Hubo a continuación un silencio largo, durante el cual el rey Federico no dijo absolutamente nada (si lo hubiera hecho, no habría sido silencio entonces).

—Has escuchado mi historia —sentenció Buddha— o, al menos un cacho de ella. Has sabido lo que les sucede a los reyes que cometen injusticias. ¿Piensas hacer algo al respecto?

—Pues aparte de sentirme un poquito culpable, no: no pienso hacer nada —fue la respuesta del otro.

—¡¿No?! —bramó el santo.

—¿Te he escuchado con paciencia y sin meter baza? ¿Te parece poco?

—Eres un ser inicuo, te pareces mucho al rey de mi cuento.

—Sí: al parecer somos almas gemelas. Pero verás —prosiguió Federico, explicando su pragmatismo—: no tengo la más mínima intención de cambiar mi modo de vida. Como creo firmemente en el karma, en la ley de causa y efecto que determina nuestras vidas futuras, acepto sin reparos el puesto de rey que me ha tocado en esta y lo disfruto, como ves, haciendo mi santísima y real gana. Si el karma de mi pueblo es sufrir por mi culpa, pues, mira: ¡ellos se lo han buscado, cometiendo malas acciones en sus vidas anteriores! Y en las próximas reencarnaciones, lo que sea sonará.

—Tienes una mente retorcida y malvada —diagnosticó el santo, mirándole con desprecio en un ojo y con compasión en el otro.

Federico estuvo de acuerdo.

—Sí, me lo han dicho muchas veces, así es que debe de ser verdad. Pero, en fin, insisto en convencerte para que pronuncies tu sermón animador y progubernamental. Te pagaré por ello.

—¿Cuánto? —quiso saber Buddha.

—Mil rupias de oro.

—Es muy poco.

—Puede. Pero es todo lo que tengo presupuestado para estos casos. No subo ni un céntimo.

Indignado y triste a la vez, Buddha abandonó aquel reino maldito y nunca regresó. (Las sandalias que se compró allí le duraron dos días antes de desintegrarse, pues le vendieron género de ínfima calidad.)

Ni los hombres santos, como Buddha pueden vencer a esta clase de gobernantes.

 

No hay comentarios: