Al marqués de Esquilache le dan la patada

 

 

Lo que le hizo a Esquilache

nuestro rey Carlos Tercero

hemos de reconocer 

que estuvo bastante feo.


No sé si ustedes están

al tanto de aquel suceso,

lo del motín y el follón

que armaron los madrileños

cuando cortaron sus capas

en sólo un palmo o en menos.

Si no estudiaron la historia

cuando fueron al colegio,

no sufran, que aquí estoy yo

y enseguida se la cuento,

porque para eso me pagan

(la última frase que he puesto

sólo es fruto de la inercia,

porque, en verdad, yo no veo

un duro por más que escribo;

y vamos a dejar esto,

pues me entra la frustración,

la depresión y el cabreo

viendo que el de escritor es

oficio de majaderos,

no reporta beneficios

y es gran pérdida de tiempo).

 

A lo que íbamos: corría

ese siglo tan coqueto,

cursi y repipi que fue

aquel del mil setecientos

y España estaba hecha un asco,

con la moral por los suelos;

los franceses nos mandaban

a través de un rey inepto

y los Pactos de Familia

hacían que nuestro ejército

tuviera que pelearse

(sin comerlo ni beberlo)

en las guerras en que Francia

nos metía de relleno;

la economía iba mal;

la delincuencia, en aumento;

la nobleza que tenía

más de dos siglos y medio

mangoneaba el país,

gozaba de privilegios,

sus miembros hacían su santa

voluntad en todo el reino

y, como suele decirse,

le daban morcilla al pueblo.

 

Viendo que la patria era

una merienda de negros,

el rey Carlos tuvo a

bien hacer un experimento

y se trajo desde Italia

no a un grupo de gondoleros

ni de tenores de ópera

ni artistas de medio pelo,

sino a un plantel de políticos

con méritos verdaderos

(no como éstos de hoy en día,

titulados por correo,

que en tres fines de semana

hacen másteres a cientos).

Los colocó de ministros

para ver si su talento

bastaba para arreglar

aquel desorden tremendo

en que España estaba tras

tres siglos del mal gobierno.

 

Esquilache lo intentó:

construyó barcos y puertos,

hizo adoquinar las calles

y hasta recortar los setos,

repintar muchas fachadas

y darle cera a los suelos.

Saneó la economía,

subió sueldos, bajó impuestos,

reguló el precio del pan,

los churros y los buñuelos

y, en resumen, lo hizo bien

y al rey se le quitó un peso

de encima, porque podía

irse a cazar con sus perros

mientras trabajaba el otro

redactando los decretos.

 

Pero hete aquí que un buen día

—quizá un 30 de febrero—

Esquilache promulgó

un bando (con sello regio)

para recortar las capas

y el ala de los sombreros.

No fue esta una «ocurrencia»

ni un capricho pasajero.

La cosa tenía su aquel,

un «aquel» que explicaremos:

bajo la capa, escondidas,

llevaban muchos gamberros

varias armas que empleaban

en la lucha cuerpo a cuerpo:

espadines y floretes,

cuchillos albaceteños,

incluso navajas suizas,

granadas y hasta morteros.

Y como estaban prohibidas

las armas (que para eso

estaban los alguaciles)

no hacía falta ser experto

para comprender la lógica

de aquel bando hecho ex profeso.

 

Pero el pueblo de Madrid

tenía entonces poco seso

(no hemos de hacer comentarios

sobre el presente momento),

se enfadó con el ministro,

protestó y le puso cerco

a su casa, en un escrache

que, por cierto, fue el primero

del que tenemos noticia

y se guardan documentos.

 

Para demostrar su enfado,

los madrileños rompieron

las calles pavimentadas

con adoquines y esmero

y, no contentos aún,

a garrotazos hicieron

trizas miles de farolas

que el italiano había puesto,

que habían costado una pasta

(vean ustedes que no he hecho

ningún chiste con la pasta

y el italiano del cuento).

 

Fue entonces cuando el rey Carlos

se vio puesto en un aprieto.

Las muchedumbres pedían

la cabeza del minestro.

Querían que el «italianini»

se marchara a tomar viento,

como mínimo, o que fuera

a prisión, por extranjero,

setenta, ochenta, noventa

o cien años, por lo menos,

que le cortaran los pies,

las tres manos y el cabello

ya de paso. En fin, pedían

un castigo muy severo.

 

¿Qué tenía que hacer el rey?

Defender a un hombre honesto,

trabajador, que lo había

hecho porque había que hacerlo.

Lo suyo era no hacer caso

de los cafres rompesuelos,

felicitar al ministro,

darle respaldo sincero,

palmaditas en la espalda

y una medalla de premio;

explicar que el bando era

necesario al par que bueno

y que destrozar Madrid

y dejar todo deshecho

no estaba ni medio bien,

que habría que hacerlo de nuevo

y eso iba salir muy caro,

nos iba costar... (no hacemos

la comparación prevista,

sino un gran escamoteo,

que la lengua coloquial

no nos gusta en nuestros textos).

 

Pero el rey no hizo tal cosa,

no defendió a su Consejo

de Ministros, sino que

quiso cumplir el deseo

de aquel cerril populacho

para ganarse su afecto

y, sin más contemplaciones,

envió a Esquilache al destierro.

¡Para un hombre inteligente

que hubo en aquel siglo yermo

le mandaron a hacer gárgaras!

¡Y gracias que salvó el cuello!

 

Luego dicen que el rey Carlos

fue un soberano estupendo,

el monarca más querido,

un hombre dicharachero,

«el alcalde de Madrid»,

también «el rey arquitecto»

(pues construyó algunas cosas

con ladrillos y cemento),

el mejor de los Borbones

(no era muy difícil esto),

ejemplo de sus gobernantes...

Podemos seguir diciendo

los piropos que le echaron,

pero en nuestro fuero interno

nos parece un gran traidor,

un monarca chaquetero

que, por no meterse en líos

o bien porque tuvo miedo,

se puso al lado del caos

y en contra del intelecto.

España, ¡qué mala suerte

que tienes con tus gobiernos!

Cuando no te mandan viles

es porque te mandan necios:

reyes malos y peores,

con colección de defectos,

y en cuanto a los presidentes...

sobre esos ya, ¡ni te cuento!

Estoy falto de adjetivos

que añadir a mi lamento.


 



[1] He puesto 'minestro', porque 'ministro' no rimaba. El lector sabrá disculparme esta pedestre licencia poética

 


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