Utopía

 


 

(Thomas Moore)

 

Cuando le aconsejas a un rey lo que este no quiere que le aconsejes, te pones tú mismo en el trance de que te corten la cabeza y aún has de dar gracias de que el hacha esté afilada y todo acabe a la primera, pues de no ser así y de necesitarse varios golpes con un filo romo, la experiencia que se vive es todo menos agradable.

          Esto le sucedió a Thomas Moore (1478-1535) —teólogo, político, humanista, poeta, traductor y pelmazo inglés—, que se enfrentó a Enrique VIII (a su libido, más bien) y acabó mal. Le hicieron santo siglos más tarde, pero eso no lo pudo disfrutar.

          Solo que, antes de ir al tajo (al patíbulo, no a trabajar), tuvo tiempo de escribir una novela sobre un mundo ideal, que es la que pasamos a describir para que nadie tenga que tomarse el trabajo de leerla. Esta novela se titula Utopía[1].

          Raphael Hythlodaeus es un explorador que va y vuelve a algún sitio y, a su regreso, cuenta lo que ha visto en la isla de Utopía, de la misma manera que los pescadores detallan lo grande que era el pez que pescaron en sus últimas vacaciones.

           Aparte de esta descripción, el libro no contiene nada: no hay escenas de sexo ni aparecen dragones, nigromantes, ingenieros informáticos ni otras criaturas malignas.

           Así es que pasamos, sin más, a comentar lo que vio Hythlodaeus, a quien en adelante nos referiremos como Hy, para el siempre provechoso ahorro de tinta.

          Los habitantes del lugar cortaron el istmo que unía su territorio al continente. No hay que ver aquí ninguna alusión al Brexit (que entonces aún no había tenido lugar), sino la sempiterna idea británica de que los europeos somos seres abyectos y despreciables a los que se ha dejado entrar, por un lamentable error, en la especie humana. Esta monumental obra de ingeniería se llevó a cabo por orden del rey Utopo[2].

          La república (es una república con rey, ¡agárrense!) Tiene cincuenta y cuatro ciudades-estado, por si un estado fuera poco. Su capital se parece sospechosamente a Londres, por lo que no sabemos qué diablos hace en un país supuestamente ideal y perfecto. Se llama Amaurota, lo cual es aún más londinense, pues ese nombre significa «oscuro» y recuerda el hollín de la británica capital. La urbe está emplazada sobre el río llamado Anhidro, que, como es un vocablo que significa «sin agua», nos parece una denominación un tanto pesimista, por no decir directamente estúpida.

          Todas las ciudades tienen la misma forma, la misma extensión y el mismo número de puestos de castañas asadas.

Además, como todas las ciudades son iguales, el rango de capital de Amaurota levanta ampollas entre las otras, que se consideran en nada inferiores a esta y superiores en muchos aspectos. Sus habitantes sienten hacia la capital algo parecido a lo que siente Gijón con respecto a Oviedo o Cartagena con respecto a Murcia. No hace falta dar más ejemplos.

 

          En las casas hay dos puertas: una para entrar y otra para salir. El número de ventanas es libre, aunque siempre debe ser una cifra impar.

          Estos domicilios no pertenecen a los ciudadanosporque allí no hay propiedad privada—, sino que las gentes los comparten, al igual que los caballos y la ropa interior. Cada diez años, por sorteo, los utópicos se cambian de casa y dicen pestes de los inquilinos anteriores, que suelen dejar rotos todos los armarios de la cocina y fundidas la mayor parte de las bombillas[3].

          En Utopía hay completa libertad religiosa y todos pueden adherirse a cualquiera de las religiones de la isla. Lo que pasa es que ahí solo hay una religión, la de siempre, así es que a todos toca apuntarse a esa; ahora, que pueden hacerlo libremente, eso sí.

          En cuanto a política, la cosa es más complicada. Allí gobierna un funcionario con el título de Ademos (literalmente «sin pueblo»), al que eligen los traniboros, que son los representantes elegidos a su vez por los doscientos sifograntes, que son los jefes de grupos de treinta familias, elegidos a su vez por los cabezas de familia,  que son los patriarcas de toda la vida, porque en esa sociedad ideal las mujeres no tienen ni voz ni voto, ni pueden ir a la peluquería.

          El cargo de Ademos es vitalicio, salvo que lo apuñalen antes. También se le puede reponer si existen sospechas de que ejerce la tiranía o si padece del hígado.

          Hay pena de muerte para los que hablen de política fuera del Senado, para evitar así posibles complicaciones. Tampoco se puede hablar de fútbol, porque aún no hay. La caza está prohibida, así como reírse de los lisiados y con los chistes de Lepe (vamos, del equivalente utópico de Lepe, que resulta ser Ciudad 34, porque no se han molestado en bautizarla).

          Y como esta es una novela sin argumento, no puedo contarles nada más.

 


 



[1] Realmente se titula Libellus vere aureus, nec minus salutaris quam festivus, de óptimo reipublicae statu, deque nova insula Vtopia, que significa Librillo verdaderamente dorado, no menos beneficioso que entretenido, sobre el mejor estado de una república y sobre la nueva isla de Utopía. Viendo como el autor se empeña en usar dieciséis palabras donde con una hubiera bastado, nos hacemos idea de lo plúmbea que puede ser la obra.

[2] Esto de que el rey se llame como su país o el país como su rey resulta muy práctico a la hora de recordar su nombre. Siguiendo esta costumbre, podríamos haber tenido reyes llamados Andorro, Albano, Austrio, Búlgaro, Chipro, Finlando, Polono, Zambo o Bhutano (y al llegar a Bhutano se me acaba el gas y ya no sigo con la relación).

[3] ¡Ay! ¡Que aún no había bombillas entonces! ¡Qué manera de columpiarnos!

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