Miguel de Unamuno

 

 

          Unamuno es un señor tan polémico y contradictorio que a veces, al leer sus libros, te dan ganas de aplaudirle y otras con mucho gusto le mandarías un anónimo insultante, cosa que no haces porque, de cualquier manera, ya no lo iba a recibir.

          También hizo teatro, aunque se le conoce más por sus novelas, sus ensayos y sus pajaritas de papel. Tiene en su haber... a ver... ¡ah, sí!: nueve dramas y dos piececillas menores.

          El público de su tiempo prácticamente no se enteró de que Unamuno escribía para la escena, pero los críticos posteriores no tenido más remedio que hacer un esfuerzo y leer su teatro, ya que no lo vieron representado. La discontinuidad en su escritura teatral no se deriva del desinterés ni de la vagancia, como algunos pueden pensar, sino simplemente de que las compañías no podían permitirse el lujo de perder dinero y no aceptaron sus obras, que acabaron representándose en el Ateneo y otros sitios minoritarios igualmente siniestros.

          Unamuno se consoló de este fiasco con la idea de que su teatro era mejor para leído que para representado. Consecuentemente, se metió mucho con Marquina, por el aquel de que escribía sus comedias a la medida de doña María Guerrero. Estableció una diferencia entre arte dramático (el suyo y representado) y arte teatral (el de los autores que se forraban), un poco con esa actitud de la zorra ante las uvas.

          Don Miguel hace teatro «desnudo», entendiéndose por esto que no se gastaba ni un duro en escenografías ni vestuario. Quiere eliminar lo que él denomina despectivamente «los perifollos de la ornamentación escénica», refiriéndose con este vocablo ‘perifollos’ a las puertas de los decorados. La utilería también le sobra. Con decir que un personaje se está tomando un café, al público debe sobrarle, pues tiene que ser capaz de imaginarse la taza sin que los actores la saquen a escena.

          Esta desnudez artística se aplica asimismo los diálogos, suprimiéndose las palabras de relleno. Los personajes, cuando se encuentran, no se dicen «¡Buenos días!» y otras superficialidades por el estilo ni se preguntan por la familia, sino que van directos al grano y eso con la mayor economía verbal que imaginarse pueda. La acción se esquematiza y pasa solamente lo que tiene que pasar para ilustrar el mensaje. Y también las pasiones se reducen. Ni decir tiene que los personajes quedan reducidos al mínimo, lo cual les sale muy barato a los empresarios.

          ¿De dónde surge todo esto? Del drama simbólico al estilo de Maeterlinck, aunque Unamuno pretende que no deje de ser ibseniano, porque eso viste mucho. Intenta devolver al teatro la pureza del drama, pero acaba siendo tan esquemático y carente de tantos elementos que si llega descuidarse un poco, se queda sin obra.

          Hay que decir algo también de su prosa, la mar de entrecortada y sintética. Sus diálogos son «de arte y ensayo», como en tiempos se decía. Los personajes hablan una lengua y real imposible, con lo que la interpretación sale siempre forzadísima. Y, en definitiva, todos sus caracteres acaban hablando como Unamuno, porque en definitiva son Unamuno.

          La venda (1897) es un buen ejemplo de ese teatro intelectual, bueno para leer, pero pésimo para ser representado. Don Pedro y don Juan discuten sobre si la verdad se alcanza por la fe o por la razón. Entonces aparece por allí María, una ciega que ha recobrado la vista y ahora no entiende nada de lo que ve, por lo que se pone una venda en los ojos para aclararse. El autor defiende así la causa de la fe. En el segundo acto salen otros personajes evangélicos para ayudar a reforzar la tesis. María no se quita la venda, porque ve mejor a su padre con ella puesta. Cuando se la quita, le contempla muerto, lo que viene a simbolizar de nuevo que es mejor la fe ciega para ver a Dios.

Todo esto nos parece tremendamente enrevesado y carente por completo de interés dramático. Si Unamuno pasó por una crisis religiosa, no es culpa nuestra y no teníamos que haber sufrido nosotros a cuenta de ella con una obra tan infame.

Nos parece bastante mejor El pasado que vuelve (1910). Un joven idealista se rebela contra su usurero padre y se va a hacer la revolución durante el primer entreacto. En el segundo acto ya tiene cuarenta y tantos años y es un escéptico de marca mayor que tiraniza su hijo, que se parece a él cuando era joven. En el tercero, es un viejo cascarrabias que malmete a su nieto contra su hijo. La tesis de que el hombre es un mal bicho (si es que esta era la tesis de la comedia, que nos parece que sí) es más interesante que la historieta aquella de la fe y tiene mayor valor teatral.

          La esfinge (1898) trata de la angustia de la soledad y Soledad (1921), casi de lo mismo. Son obras que presentan situaciones problemáticas qué el autor no se molesta en resolver, lo que nos deja en la boca un sabor desagradable, como si hubiésemos chupado la cadena de una bicicleta.

          Se dice que su mejor pieza es El otro (1926). Trata de un asesinato y de la investigación del mismo. La suprema originalidad de Unamuno es que, al final, nos quedamos sin saber quién es el asesino. El caso es que el asesino ha matado a su hermano gemelo y de ahí el follón de personalidades. ¿Quién era cada uno? Y Unamuno nos dice: ¿qué más da? Cada cual que resuelva el misterio a su gusto y, si no le complace el planteamiento, que pase por taquilla a que le devuelvan el dinero.



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