Francisco de Rojas Zorrilla

 



          «Quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija», asegura el refrán. Pero lo que no dice es que quien está a la sombra queda eclipsado por el árbol susodicho. Esto le pasó a Paco Rojas, al que siempre se le define como «un autor del ciclo de Calderón», como si fuera una mera prenda sucia metida en el ciclo de una lavadora. No señor: era un seguidor de don Pedro, pero tenía un estilo muy propio y en cualquier otro país hubiera destacado por sí mismo como autor de primerísima fila. Otra cosa es que su producción no fuera tanta como la de otros, porque a los cuarenta y un años cometió la estupidez de morirse, lo cual le dificultó en gran medida poder seguir escribiendo comedias.

          Los críticos han dividido sus obras en trágicas y cómicas, sin complicarse mucho la vida a la hora de establecer categorías de clasificación, hemos de decir. Y a la hora de definirle como autor, la palabra que más se suele emplear es ‘originalidad’. (En cambio, para definirle como persona, la persona más usada es ‘bajito’).

          La originalidad de Rojas Zorrilla consiste (como toda originalidad) en hacer las cosas de otro modo (¡vaya frase más redundante e inútil que acabamos de escribir!), en acabar las obras de manera inesperada y en solucionar los conflictos de forma sorprendente (nada: que seguimos escribiendo banalidades obvias; ¡hay que ver qué día más tonto tenemos hoy!).

          Por ejemplo, para resolver un drama de honor, Rojas deja un lado al marido tradicional y toma una actitud protofeminista en la que es la mujer quien se erige en vengadora de los agravios de honor. Esta postura nueva ante el asunto, esta defensa de la mujer libre y más liberalmente tratada, viene de Erasmo de Rotterdam o, al menos, eso es lo que asegura don Américo Castro (a quien no le enmendaremos la plana por si acaso va y resulta que tenía razón al decirlo). Como fuere, esta mujer fuerte existe en Rojas y a nosotros nos parece de perlas.

          Las tragedias rojescas no son de lo mejorcito, aseguran algunos críticos incordioso, incapaces ellos de escribir nada parecido. Nosotros, en cambio, pensamos que sí son buenas y que deberían representarse con más frecuencia. Tomemos, por poner una, Del rey abajo, ninguno (también titulada El labrador más honrado, García del Castañar, 1650), una excelente historia basada en la cosa más tonta: una confusión de personalidades que puede dar lugar a una sangrienta tragedia.

          Un noble malaje, don Mendo, intenta trajinarse a Blanca, la esposa de García del Castañar. Pero el hado quiere que el tal don Mendo lleve puesta una banda roja que le ha dado el rey. García cree que es el rey el que pretende a su esposa y se ve metido en un impasse tremendo. Por un lado, su honor demanda que le atice al rey una puñalada bien dada, aunque sea con un cuchillo de postre; pero, por otra parte, su lealtad al monarca se lo impide. Como está enfadado y no quiere quedarse sin sacudirle a alguien, ante la opción de matar al rey o no matarlo, se decide por una solución intermedia: cargarse a su mujer, aunque sabe que es inocente. Lo intenta, pero falla.

          En el último acto, en el palacio del rey, todo se resuelve, porque García se entera de que el ofensor es el don Mendo dichoso y lo apiola sin entretenerse ni para tomar café. Luego le larga al rey un dilatado romance para explicarle por qué ha hecho lo que ha hecho y el soberano se da por satisfecho, con lo que la obra acaba felizmente para todos (excepto para don Mendo, que no queda especialmente contento con el hecho de que lo maten).

          Otra tragedia la que la crítica puso verde y que creemos que es buena es El Caín de Cataluña (1648), sobre la envidia de Berenguel a su hermano mayor Ramon, hijos ambos del conde de Barcelona. Berenguel es un malo redomado y le quiere quitar a su hermano la sucesión y la novia. Al final, lo mata para que su cainicidad sea redonda. El padre se ve en un brete: ¿castigará a su hijo o bien le perdonará? Sibilinamente hace las dos cosas. Lo juzga como juez y lo condena, y luego, como padre, le entrega las llaves de la prisión para que ponga pies en polvorosa. Berenguel intenta escapar, pero entonces interviene la casualidad y un guardia lo mata por error cuando el fugado está escalando el muro del jardín. Los críticos objetaron a este final de justicia poética, pero es lo que nosotros decimos: si no se puede emplear la justicia poética en una comedia barroca, entonces ¿dónde diantres se puede emplear?

          Las obras cómicas de Rojas sí recibieron una acogida más calurosa (32°C). Se ha reconocido su grotesquicidad y su capacidad para tramar enredos. Rojas es el creador y criador del personaje que acabaría por llamarse «figurón» y que es un petimetre ridículo, estúpido, vanidoso y pagado de sí mismo, al que por vicisitudes de la acción hay que engañar para satisfacción del público, que lo considera altamente abofeteable.

La comedia en la que aparece por primera vez este importantísimo personajillo (valga el oxímoron) es Entre bobos anda el juego (1638). El personaje se llama se llama concretamente don Lucas del Cigarral y, según nos cuentan: «es un caballero flaco, / desvaído, macilento, / muy cortísimo de talle / y larguísimo de cuerpo; / las manos, de hombre ordinario; / los pies, un poquillo luengos; / zambo un poco, calvo un poco, / dos pocos verdimoreno, / tres pocos desaliñado / y cuarenta muchos puerco». Sus prendas morales no son para descritas.

          Otra obra estupenda de este estilo es Donde hay agravios no hay celos (1637), en la que se alternan lo patético con lo bufonesco. Como ustedes pueden apreciar, Rojas Zorrilla nos gusta.

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