Sansón y Dalila

 


(Samson et Dalila, 1877) Música: Camille Saint-Saëns. Libreto: Ferdinand Lemaire


 

San Son no fue ningún santo,

sino una persona bíblica

y se escribe así: Sansón,

todo junto y en dos sílabas.

Su historia logró tremenda

fama entre los israelitas

que como eran alfeñiques

y bastante cobardicas,

cuando tuvieron un héroe

lo llevaron en palmitas,

forjando una gran leyenda

sin par en la historia antigua.

No crean ni una palabra

porque, sin duda, es mentira,

más por seguir la corriente

y hacerse una culturita

les daremos un resumen

de sus peripecias míticas.

 

En esta historia encontramos

de todo, como en botica:

su poquito de violencia,

su poquito de lascivia,

aventuras y venganzas,

amores y batallitas,

puñaladas por la espalda,

patadas en la espinilla,

amén de otros ingredientes.

Metámonos en harina

y empecemos la historieta

de este Hércules semita

muy bruto y que ha aparecido

en muchísimas películas.

 

La cosa fue como sigue:

Yaveh —que era muy bromista,

pero también muy terrible:

las dos cosas (tenía días)—

pensó que el pueblo judío

era malo y merecía

por sus pecados que alguien

le leyera la cartilla.

Le condenó a ser esclavo

en lo que hoy es Palestina,

o sea: de los filisteos,

una tribu medianita

de tamaño, aunque cruel

y de ese pueblo enemiga.

Luego se compadeció

y dijo que nacería

un judío matamoros

que armaría una tremolina

y a las huestes filisteas

las dejaría hechas migas.

Y así fue. Nació Sansón,

un chaval con una pinta

asquerosa, que iba siempre

con pieles y parecía

muy mugriento y que acababa

de salir de una pocilga.

 

Era el joven más nervioso

que un rabo de lagartija.

Se tomaba diariamente

un puñado de pastillas

para curar la ansiedad

y cuatro cubos de tila.

En cuanto a comer, llevaba

para mantener la línea

y conservar la esbeltez

una dieta muy estricta:

entremeses, una sopa,

un poco de ensaladilla,

oveja, pollo, cabrito

(cualquier variedad de chicha),

tres o cuatro huevos fritos

o revueltos o en tortilla,

bacalao, atún, salmón,

sardinas o pescadilla

y de postre arroz con leche

y algunas veces natillas.

Aunque esta dieta alimen-

ticia y rica en proteínas

y grasas de todo tipo

sea muy poco salutífera,

la verdad es que a Sansón le

sentaba de maravilla.

Le salieron pectorales

y, en cambio, poca barriga.

Se puso bastante fuerte,

de manera que podía

abrir frascos sin tener

que hacer fuerzas excesivas.

Más todas las cosas buenas

que ocurren en esta vida

también tienen otro lado

malo, su contrapartida:

aunque Sansón se hizo hercúleo

y con fuerzas infinitas,

se le quedaron pequeños

los trajes y las camisas,

lo cual era una desgracia

allí y en la Conchinchina.

 

La obra cuenta el episodio

en que aparece Dalila,

una mujer filistea

que era bastante... polígama

(por decirlo de una forma

que resulte un poco fina).

Sansón se enamora de ella

y a diario se encamina

a verla llevando flores,

bombones y peladillas

para agasajarla y

vestido de pajarita.

Como ella es experta en

esta clase de visitas

y como sabe las artes

eróticas o «eroticas»),

y como su cuerpo tiene

las adecuadas medidas,

entenderán que la joven

era pura dinamita.

 

La muy coqueta hace de él

lo que quiere: le domina.

Si le dice que haga el perro,

él se alivia en cada esquina.

Si le dice que haga el pato,

él hace «¡cuac!» enseguida.

Ella, a cambio de esta fide-

lidad patosa y canina,

le da a Sansón una cosa

que no es para descrita

y él piensa que le ha tocado

el «gordo» en la lotería.

 

Entonces, los filisteos

ven a Dalila y la incitan

a que se entere de dónde

guarda él su fuerza física,

pues el poder sobrehumano

con que les pegaba palizas

ha de tener una causa

suficiente, aunque escondida.

Ella le pregunta varias

veces y él le da evasivas.

Ella saca el arsenal

de esas armas de las chicas

y con cuidada estrategia

organiza su ofensiva.

Sansón entiende que aquella

es una guerra perdida

y revela su secreto

a aquella mujer arpía:

su fuerza está en su coleta;

si fuera calvo estaría

muy débil, casi indefenso.

La malvada planifica

la manera de vencer

aquella fuerza inaudita

de Sansón con solo una

sesión de peluquería.

 

Le emborracha con dos güiskis,

tres rones, seis manzanillas,

y con dos copazos de

quina «Santa Catalina».

Cuando ya está tan borracho

que no ve por dónde pisa,

Dalila le lee un fragmento

de Ruiz Zafón, que propicia

que Sansón caiga en un sueño

más profundo que una cima

oceánica de ésas

que miden cientos de millas

En cuanto le tiene a tiro,

con las tijeras le esquila

como si fuera una oveja

o bien churra o bien merina.

 

Cuando Sansón se despierta

(es ya casi al mediodía,

porque el hombre es dormilón

como marmota), se fija

en que no puede afeitarse

su barba de varios días

porque está tan débil que

le pesa la maquinilla.

 

Sus enemigos le hacen

preso sin que se resista

y, para que no moleste

ya más, le dejan sin niñas

(no es que le priven de la

compañía femenina,

lo que pasa es que le ciegan

y le arrebatan la vista).

Al sitio en el que le encierran

no llegan ni las noticias,

que es una mazmorra oscura

que a él le huele a chamusquina.

 

Al cabo de varios años,

en una fecha festiva,

en el templo de Dagón

(una deidad filistina)

hay una gala benéfica

u otra cosa parecida.

Llevan a Sansón allí

—mientras se parten de risa

viéndole hecho un pordiosero,

todo harapiento y con tiña—

a que haga de telonero

de una famosa orquestina.

 

Sansón se coloca entre

dos columnas y una viga

y le suplica a Yaveh

una cosa facilita:

«¡Oh, señor, los fariseos

Son una tribu cochina

y despreciable. Tú mismo

lo has dicho y está en la Biblia.

No te extrañará que quiera

armar una degollina

y vengarme de esa hembra

y de toda su familia.

Pero no puedo matarlos

ni con tiros ni estricnina,

pues no veo ni a tres personas

en un borrico subidas.

Si me das fuerzas bastantes,

romperé las columnitas

del templo y, si tengo suerte,

solo quedarán las ruinas.

¡Hazme caso, oh, gran Yaveh,

y déjate de de pamplinas!»

 

(Se nos había olvidado

mencionar que ya le había

crecido la cabellera

y, aunque no estaba teñida,

guardaba toda la fuerza

que le iba a ser precisa.)

Entonces Sansón les da

una enorme sacudida

a las columnas del templo,

que enseguida se hace trizas

y aplasta a los filisteos

y a unos miles de turistas

japos que estaban allí

haciendo fotografías.


 

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