Basilio II

 



En 1014 este caballerete, rey constantinopolitano a la sazón, llevaba ya cuarenta años en guerra contra Samuel, zar de Bulgaria. Convendrán con nosotros en que cuarenta años son muchos años, como para acabar con la paciencia de cualquiera.

Una guerra tan larga presenta varios problemas añadidos que la hacen peor que cualquier otra guerra. Para empezar, cuando alguien les preguntaba a los de uno u otro bando por qué combatían, cuál había sido el origen de la enemistad, ya ninguno se acordaba. Esto dificultaba mucho el proceso de convencer a las generaciones jóvenes de bizantinos para que se alistaran, porque todos preguntaban qué les habían hecho los búlgaros como para tenerles tanta manía y Basilio no sabía qué responder.

Otro problema añadido era que pelear siempre contra el mismo enemigo acababa resultando muy monótono. Ya se sabían todos los truquitos estratégicos del otro. La cosa no tenía emoción.

Además, que pasaran tantos años sin lograr vencer a un mismo enemigo iba lógicamente en detrimento del buen nombre de cualquier ejército que se preciase.

Por todo ello, Basilio consideró que ya era hora de vencer a los búlgaros de una manera definitiva y pasar a otra cosa. Preparó una ofensiva enorme con el propósito de hacer una gran matanza. Se llevó a un gran ejército y a varios pintores para que recogieran las escenas de batalla, ya que tenía en su palacio varias paredes vacías que hacían muy feo.

Su intención era vencer y no dejar ni a un enemigo con vida, pero las cosas no siempre salen como las planeas. Los búlgaros, bien porque estuvieran flojos físicamente o bajos de moral, combatieron muy poquito y se rindieron todos enseguida. Así es que Basilio se encontró con que en vez de enemigos muertos lo que tenía era nada menos que la friolera de 15.000 prisioneros. Esto le planteaba un dilema.

Matarlos a sangre fría le parecía poco caballeresco. Pero tampoco se los podía llevar, porque tendría que darles de comer y aquello le saldría por una pasta. Por otra parte, si para dárselas de magnánimo les dejaba en libertad, podrían atacarle de nuevo pasado un tiempo.

Así es que optó por una solución intermedia: cegarlos a todos y mandarlos de regreso a Ohryd, que era la capital de Bulgaria por aquel tiempo en que la gente sabía pronunciar nombres raros.

Mandó que les arrancasen los ojos a noventa y nueve prisioneros de cada cien. Al restante hizo que lo dejaran tuerto y le ordenó que condujese de vuelta a sus compañeros hasta su casa. Los vencidos, en grupos de cien, se cogieron de la manita y guiados por el tuerto que les correspondía se pusieron en camino.

Se murieron todos de hambre antes de llegar a ningún sitio, claro, porque los tuertos no daban abasto para robar las suficientes gallinas que alimentaran a cien hombres. Esto fue algo en lo que no pensó Basilio. Pero, realmente, él consideró que eso de la alimentación no era problema suyo, puesto que había dejado libres a los búlgaros y no le pertenecían.

Basilio ha pasado a la historia como «bulgaroktonos» [matador de búlgaros] y aún se celebra en su país su peculiar sentido del humor.

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