(No es una historia cochina, sino un caso verídico que habría que denunciar ante alguna asociación de consumidores.)
Iván Petróvich Pávlov fue un fisiólogo ruso muy amante de los gatos que, no contento con vivir 89 años sin coger el sarampión ni una sola vez, quiso obtener gloria y fama imperecederas estudiando los actos reflejos de unos perros que un cazador furtivo jubilado le vendió en buenas condiciones, con collares y todo.
No vamos a detallar aquí los experimentos del doctor, que consistían grosso modo en hacer pasar hambre a los animalitos y ver qué sucedía después. Cuando les hacían creer que les iban a llevar la ansiada comida, los pobres chuchos empezaban a salivar y ponían todo el laboratorio perdido de babas. De esto, Pávlov dedujo que los perros salivan cuando tienen hambre y cuando creen que van a comer. Este hallazgo no parece gran cosa, pero él se ganó la vida bastante bien haciendo tonterías de esa índole.
(¡Anda! Habíamos dicho que no íbamos a explicar los experimentos y, al final, sí lo hemos hecho. Ya no se puede uno fiar ni de uno mismo.)
De lo que va este escrito en realidad es de los negativos influjos de la ciencia; lo insertamos deliberadamente en este libro para ver si los psicólogos conductistas aprenden algo y empiezan a estarse quietos ya de una vez.
Esta ilustrativa anécdota me la contaron unos amigos. Con que sólo la mitad sea verdad, ya es para poner los pelos de punta.
Un matrimonio tuvo un niño. Ya hará de esto unos veinte años. Era un niño repelente, pero a los padres les parecía muy rico. Hasta aquí todo era normal.
Pues resulta que fueron a comprarle un orinal al niño a una tienda de niños especializada en cosas de niños: ya saben, sonajeros ergonómicos y cosas así. Vieron un orinal. Les gustó. Preguntaron el precio a la dependienta.
—Doce mil pesetas —dijo ella. Doce mil pesetas de las de entonces, se entiende. Háganse cargo.
—¿Qué? —gritó la pareja—. ¿Cómo ha dicho?
—Doce mil.
Hubo una pausa llena de estupor. Luego la madre inquirió con sorna:
—¿Es que el orinal tiene música?
—Sí —corroboró la vendedora.
Aquello les dejó estupefactos. El artilugio aquel servía perfectamente para lo que servía y, además, estaba provisto de sensores que emitían música al sentarse el infante y que la cambiaban de una melodía suave a otra más triunfal cuando se notaba el peso de lo que del niño se requería. Avisaba así a los padres de que la Naturaleza ya había llamado y que el niño le había contestado debidamente. ¡Qué cosas inventa el hombre blanco! (NOTA: A mí me han demandado por usar esta frase sin pagar el debido copyright. Tengan ustedes cuidado dónde la dicen y quién escucha.)
Lo compraron.
Ahora el chico ha crecido y no puede asistir a conciertos, no puede oír la radio, no puede tener la «tele» puesta ni ir al cine ni a ningún lugar donde una música, cualquier música, le pueda sorprender de improviso. Su cuerpo es prisionero de sus mismos actos reflejos. Lleva siempre unos cascos puestos, no para oír, sino para todo lo contrario.
No sale por ahí. No tiene novia. Ha pasado su niñez sin ver Mary Poppins.
¿Se les ocurre a ustedes un tormento mayor? ¿No me digan que no es para demandar a alguien?
¡Ríanse ustedes de las perras de Pávlov!
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