Lo bueno de los escritores es que no se mueren del todo. Se quedan un poco pendientes de lo que pasa en el mundo, para comprobar si los editores les pagan religiosamente sus derechos de autor a sus herederos o si, por el contrario, se aprovechan de la muerte para hacerse los suecos, olvidarse del tema y embolsarse ellos las pesetas que genera la venta de libros. Así es que en algún u otro lugar se les puede encontrar, si se les busca bien. Yo me he tropezado con Jardiel Poncela en la Gloria —donde tiene un cómodo sillón con reposapiés— y he sucumbido a la tentación de aprovechar el encuentro para pergeñar una entrevista y enterarse de algo sobre de la aventura cinematográfica del escritor en los Estados Unidos.

*  

—Hola, abuelito, ¿cómo estás?

—Si no has venido hasta aquí a pedirme dinero, bien.

—No, lo que quiero es preguntarte algunas cosas para una revista con la que colaboro.

—¡Hombre! Ya era hora de que te pusieras a trabajar en algo, que has sido siempre un vago de tomo y lomo.

—Para empezar: ¿qué me puedes decir de ese gran país que es Estados Unidos?

—Que para comprender a Estados Unidos hay que adquirir, nada más llegar, una Biblia, un automóvil y un sacacorchos.

—¿Hablas inglés?

—En absoluto. Ha vivido temporadas tan largas en Inglaterra y en Estados Unidos que sólo a mi gran fuerza de voluntad se debe el que haya conseguido escapar sin aprenderlo.

—Pasemos directamente al tema que nos ocupa: ¿qué opina del arte cinematográfico?

—¿Ahora me hablas de usted?

—Es para hacerlo más formal.

—¡Vete a hacer gárgaras!

No tengo más remedio que volver al tuteo.

—Contesta.

—Que el cine es un arte delicioso cuando está hecho bajo el mando de un gran artista. Y que, cuando no se hace así, es un bodrio.

—Pero has dejado escrito que el cine, tal como se produce en España –e incluso en Hollywood–, es el microbio más nocivo que puede encontrar en su camino un escritor verdadero.

—Efectivamente, y me refería a dos aspectos: al empleo reiterado de los clichés argumentales —que te hacen adivinar la escena que vas a ver a continuación a poca cultura cinematográfica que se posea— y a las imposiciones que por economía o capricho se ejercen sobre el guionista, limitando su creatividad.

—Menciónanos, sin embargo, una aportación valiosa de Hollywood al espectáculo cinematográfico.

—Pues, sin dudar, hablaría del término ‘clímax’. En el teatro —origen del cine— no existía palabra propia que expresara ese acontecimiento final imprescindible en las comedias. En inglés, sí. En inglés se llama clímax; y al especial cuidado de idearlo y aplicarlo siempre se deben todos los éxitos, por ejemplo, del cine norteamericano, pues en Hollywood no se ignora esta verdad axiomática, que sería muy conveniente que grabaran en su mente los jóve­nes autores españoles: el éxito de una comedia o de una película depende de sus últimos diez minutos. En ninguna de mis comedias falta el clímax; y cuando el clímax estuvo bien elegido, el éxito fue rotundo, y fue menor o no existió el éxito cuando el clímax falló por de­bilidad de imaginación o por concepción equivocada.

—¿Hay alguna técnica secreta que asegure que una película será de gran calidad?

—No, pero hay uno infalible para asegurar que no lo será: la dispersión de las tareas esenciales. Si algo he aprendido —y en esto coincido con uno de los artistas a los que más admiro: Charles Chaplin, que en una de nuestras frecuentes conversaciones me expresó personalmente su credo artístico— el arte cinematográfico nunca resultará perfecto mientras el escritor no asuma los cuatro cargos u oficios en que se apoya una producción cinematográfica: escribir el guion, dirigir, supervisar el set y realizar el montaje.

—¿Hasta qué punto es importante el guion en una película?

—Es crucial. Un mal director puede fácilmente estropear un buen guion, pero ni el más excelente de los directores puede arreglar un guion malo. Además, hay que valorar esta actividad teniendo en cuenta su novedad. El cine es la síntesis llevada ya a un extremo delirante, a un extremo como no se había conocido hasta ahora en ningún arte. Por ello, imaginar y, sobre todo, escribir para el cine es un oficio absolutamente nuevo, que hay que aprender y que no aprendido sólo puede llevar o al mal cine o al fracaso.

—¿Qué diferencias hay entre el cine y el teatro americanos?

—En Norteamérica, el teatro es la aristocracia; el cine, una cosa subalterna e inferior. El actor de teatro de Nueva York desprecia al actor de cine, y cuando va contratado a Hollywood —con mucho dinero, claro— destaca entre los actores famosos de cine que residen siempre en Hollywood. De igual modo, el actor de cine de Hollywood, en el fondo admira y envidia al actor de teatro de Nueva York y tiene, con respecto a él, un complejo de inferioridad: en cuanto puede lograrlo —y lo ansía siempre— va a Nueva York a trabajar en el teatro para volver luego a Hollywood con el marchamo ennoblecedor de haber actuado en Broadway en un escenario.

—¿Cuál es tu opinión del denominado «teatro fotografiado»?

—No hay película que sea «teatro fotografiado», o deje de serlo; hay películas buenas y películas malas. Y si son buenas, ¿qué importa que entren en ese concepto sofístico del «teatro fotografiado»? Casi todas las películas de gran éxito en el mundo son «teatro fotografiado», desde El presidio hasta La ruta del tabaco y El bosque petrificado, pasando por Un ladrón en la alcoba, Sucedió una noche, La viuda alegre, Remordimiento, Las vírgenes de Wimpole Street, Luz de gas, Una mujer para dos, A la luz del candelabro, La muerte en vacaciones, etc., etc., en las cuales el tema teatral está seguido escrupulosamente, minuciosamente, escena por escena, situación por situación, diálogo por diálogo y frase por frase, y en las que la cámara (¡ay; el famoso «movimiento de cámara» de nuestros «encantadores cineastas»!) pasa a tomar la categoría estática de batería teatral. Porque acción no quiere decir agitación, movimiento o ajetreo, como suponen esos queridos y despistados amigos; acción quiere decir acontecimiento; y en el monólogo de un paralítico puede haber una acción trepidante si en el alma del paralítico se desarrollan importantes acontecimientos psicológicos.

—¿Hay en Hollywood tanto glamour como nos imaginamos?

—¡Qué va! Es un mundo cerrado en sí mismo, muy pequeño y muy cotilla y provinciano donde todo el mundo conoce las debilidades de todos los demás. Las clases refinadas norteamericanas miran con sonriente desprecio a Hollywood y a sus gentes, y al referirse a la ciudad del cine, en San Francisco, por ejemplo, dicen «el pueblo».

—¿Y qué nos puedes decir de las «estrellas» de cine?

—Que son unas pobras infelices, esclavas de su físico. Para ellas, adelgazar es imprescindible; la cámara cinematográfica lo aumenta todo, y el cuerpo de la actriz no es una excepción. Sin la ensalada de apios a todo pasto no existiría Greta Garbo. En el cine, la gloria puede depender de un beef steak, o de una ración de croquetas.

—Luego en España se ha tenido una impresión errónea de la Meca del Cine.

—Así es. De ahí el fracaso de mi comedia El amor sólo dura 2.000 metros, que era una parodia de la vida de Hollywood (aunque con sus puntos amargos de crítica). Resultó una comedia frustrada por querer presentar en dos horas de espectáculo la vista panorámica de todo el sector social de un país; suponer que había de interesar una comedia satírica de costumbres a un público que no le eran familiares esas costumbres; no haberme limitado a hacer una burda caricatura de Hollywood —risa—, que era lo que los espectadores deseaban; pensar que la masa creía, como yo, en la superioridad latina sobre la sajona e imaginar en el público una suma de conocimientos vulgares para la cultura media, pero de que él carece en absoluto.

—¿Cuál ha sido tu aportación personal al cine?

—He sido el primero en hacer cine en verso y el primero también en superponer diálogos a películas mudas en mis Celuloides rancios, con el consiguiente éxito. Pero resulta estúpido y ocioso que me hagas esa pregunta, ya que tú mismo has publicado un ensayo, El cine de Jardiel Poncela, en la estupenda editorial Azimut, de Málaga, magníficamente llevada por Francisco Javier Rodríguez Barranco,  en donde detallas toda mi actividad cinematográfica.

—¡Pues es verdad! Bueno, muchas gracias. Lo dejaré aquí.

—¿Ya no tienes más preguntas para mí?

—Preguntas sí tengo; es espacio lo que me falta.

—Pues entonces tendrás que ingeniártelas para ver de repetir esto alguna otra vez, porque se me han quedado muchas cosas en el tintero. ¡Vaya una birria de periodista que estás hecho!

(Salgo corriendo de la Gloria para evitarme una bronca de familia.)

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