La cursilada mayor
escrita en una novela
desde que el áspid frutero
le dio una manzana a Eva
es la de Alejandro Dumas,
La dama de las camelias,
la historia de una señora
muy elegante y muy bella
aunque algo escuchimizada
(se le veían las vértebras),
que ejercía de pilingui
en la capital del Sena
y que dejó a un joven noble
en la ruina más completa,
con una mano delante
y otra tapándose aquella
parte de la anatomía
a la que llaman pudenda.
Dicen que esto es muy romántico,
una situación poética,
por lo que el cuento fue más fa-
moso que María Antonieta,
se conoció en todo el mundo,
se tradujo a muchas lenguas,
se hicieron de ella seis óperas
y mil doscientas zarzuelas
y hasta se montó un gran marketing
con gorras y camisetas.
Don Ale Dumas, su autor,
no es el Dumas que se piensan,
el de Los tres mosqueteros,
el de El collar de la reina,
Vizconde de Bragelone,
Montecristo y otras de esas,
sino el hijo, porque el padre
tuvo la gran imprudencia
de ponerle el mismo nombre,
con la confusión tremenda
que eso ocasionó a los críticos,
a los lectores y etcétera.
Un tal Francesco Maria
Piave pensó: «Yo con esta
historia monto un libreto
y me hincho a ganar pesetas
(liras, vamos) sin esfuerzo
alguno». Y lo hizo, el muy jeta.
Se la dio a Giuseppe Verdi
para que le compusiera
la música, tras cambiar
de Margarita a Violetta
el nombre de la heroína,
modificar dos escenas
para variar el ambiente
y «fusilar» lo que queda
del argumento dramático
en una copia completa.
La cosa va de una entre-
tenida, de una cortesa-
na, de una hetaira, en fin, llá-
menla ustedes como quieran.
Violetta Valéry es pro-
totipo de vampiresa,
experta en esos placeres
que inventó Naturaleza.
Cambia su pasión por liras,
sus caricias por haciendas,
sus palabras amorosas
por costosísimas gemas,
sus besos por panacotas
y pastelillos de crema.
La conocen (en su casa)
por «Viola, la cameliera»,
porque es muy ducha en camelos
para engañar a sus presas
inocentes y también
por su amor por las camelias
rojas o blancas, según
que esté o que no esté dispuesta,
que esté libre como un taxi
o tenga lista de espera
para lograr sus favores,
en los que es la mar de experta.
Conoce a Alfredo Germont,
un petimetre con rentas
que no ha dado un palo al agua
desde hace dos o tres décadas,
y decide trajinárselo
pronto, porque el tiempo apremia
y más vale ciento hoy
que mil otro día cualquiera.
Usa sus encantos fe-
meninos (el que me lea
ya sabe a qué me refiero
al decirlo) y se amanceban
en menos que canta un gallo,
casi sin que él se dé cuenta,
que en estas cosas de amores
siempre deciden las hembras.
Como a ella le gusta el lujo,
pues vive como una reina,
bebe zumo de naranja,
viste las más caras telas
y mantiene a un masajista
con unas manos muy recias
que le da cada repaso
que la deja como nueva,
al cabo de pocos meses
se quedan sin una perra.
Este es el punto de giro
del argumento, porque ella
se enamora del inútil
al que tiene por pareja,
solo porque es un moreno
con ojitos de gacela.
Y como los proveedores
ya aporrean en su puerta
provistos de mil papeles
con apuntes de aritmética
para cobrar las facturas
de todas sus francachelas,
sus suministros de vinos,
de perdices y de absenta,
de faisanes y champán,
de caviar y mortadela,
Violetta —muy decidida
a salvar su amor— empeña
sus collares, sus pendientes,
sus anillos, sus diademas,
sus broches, sus alfileres,
sus pendentifs, sus pulseras,
las medallas que su padre
ganó en una u otra guerra
o compró en un mercadillo,
los platos y la salsera
de su vajilla de Sèvres,
el orinal de su abuela,
un hacha «sioux» que le había
mandado un tío de América
y hasta el cajón del serrín
de su gata, «Marifela».
Para entender bien la trama
hemos de tener en cuenta
dos cosas harto importantes
que suceden: la primera
es que don Giorgio Germont,
cabreado, deshereda
a su hijo, con lo que
aumenta el caudal de deudas
y la cola de acreedores
(que llegaba a la Provenza)
se incrementa exponencial-
mente y llega ya hasta Lérida.
La segunda es que la chica
se hallaba tan esquelética
no por haberse pasado
tres pueblos con una dieta,
comiendo a diario tan solo
dos aceitunas y media
—que entonces aún no se había
inventado la anorexia—,
sino porque estaba tísica,
muy escasa de plaquetas
y con bacilos de Koch,
esto es: bastante enferma
de los pulmones, un mal
carente de terapéutica
que te dejaba hecho cisco,
pero propio de la época,
que en el siglo XIX
la tuberculosis era
lo más, estaba de moda
en las tierras europeas,
era «cool» y estaba «in»,
porque las conductas necias
no han escaseado desde
que hay vida en este planeta.
¿Cómo imaginan que acaba
la historia, teniendo en cuenta
lo que les hemos contado?
Pues fatal: es cosa cierta.
Los románticos amantes
tienen sus desavenencias.
Se separan y se juntan
varias veces, se pelean
y luego se reconcilian.
Y, tras varias peripecias
—que, como son aburridas,
no las contamos enteras—,
ella opta entre morirse
o irse a vivir a Cerdeña.
Como elige estarse en casa
—que las islas no le prueban—,
tiene que optar por el óbito
y, como es bastante terca,
aunque él quiere disuadirla,
lo consigue sin problemas,
que a una mujer decidida
no hay hombre que la detenga.
Así termina la historia:
Alfredo Germont se queda
hecho migas por un tiempo,
viendo la cosa muy negra,
deprimido, inconsolable,
lloroso y hecho una pena.
Mas luego va a ver a un médico
muy hábil, que le receta
diez inyecciones de extracto
de hígado, que le dejan
dolorido en esa zona,
pero animado y con fuerzas,
con lo que, a los pocos días,
del trauma se recupera,
se echa otra novia que está
un poquito más rellena
que Violetta y que es prudente
con el dinero y le cuesta
en trajes, joyas y todo
mucho menos que la muerta,
y ya el resto de su vida
lo pasa en continua juerga.
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