Un objeto mitológico
conocido en todo el mundo
(incluyendo La Coruña,
Pontevedra, Orense y Lugo)
es un anillo maldito
que fabricó un nibelungo
y que hizo famoso Wagner
(ya saben quién digo: el músico),
el que, sin encomendarse
a Dios ni a Satán, compuso
una ópera que dura
más de quince horas (¡qué bruto!)
o treinta y seis, si la canta
algún tenor tartamudo.
El argumento que tiene
este mito es muy confuso
y para entenderlo hay que
ser más listo que Confucio.
Yo he procurado enterarme
y no he podido; lo juro.
Tras estudiarlo he quedado
más despistado que un pulpo
en un garaje. Les cuento
lo que pueda del asunto
y algo de algún personaje
(no de todos, pues son muchos)
y ustedes perdonarán
que este poema sea un churro.
La trama empieza en el Rhin,
que era un río bastante húmedo
en el que había una masa
aurífera, o sea: un bulto
de oro. Con él se forja
un anillo (solo uno)
que da a su dueño el poder
de mangonear el mundo
a cambio de renunciar
a amar y a los baños turcos.
¿Quién osa llevarse el oro?
Un enano nibelungo.
¿Qué es eso? Pues una raza
de seres bastante sucios,
habitantes de los bosques
(en donde todo es tan turbio
que la roña no se nota),
con su poquito de brujos.
El nibelungo del cuento
—un hombre muy narigudo
a decir de los expertos
que han realizado profundos
estudios sobre este tema—
no se llamaba Sigmundo,
sino Alberich, que parece
que es catalán (¿ven qué absurdo
que resulta este poema?
¡Un disparate mayúsculo!)
Como fuere, el hombrecillo
del que hablamos, que es un tuno,
forja el anillo de oro
porque es amante de lujo.
A partir de ese momento
la historia toma otro rumbo
y diversos personajes
—cada uno más estúpido
que el anterior— se pelean,
sufren y pasan apuros
debido a la maldición,
que acarrea el infortunio
a quien posee el anillo,
ya sea a solas o en grupo.
Entre las criaturas míticas
que se emperran —los cazurros—
en poseer el anillo
está, por poner alguno,
Odín (más claro: el dios Wotan),
campeón en mil concursos
de animales de bellota,
que era fuerte como uro,
era bravo como un toro,
olía como un difunto
e iba vestido con pieles
de oso, de nutria y de búfalo,
porque en aquellos parajes
hacía más frío que en Burgos.
Tras variadas peripecias
hace su efecto el conjuro
y todos los dioses nórdicos
—sean lampiños o barbudos—
van palmando, hasta el momento
en que no queda ninguno.
Después de Wotan, Sigfrido
es el héroe que hace el burro.
Según la ópera nos cuenta
se baña todo desnudo
—sin tanga ni taparrabos—
en un charco muy inmundo
de la sangre de un dragón
a quien deja moribundo,
lo que hace que se le tiña
la piel de un tono pardusco,
pero que, por otra parte,
le pone el cuerpo tan duro
que las armas no le pueden
traspasar en absoluto,
herirle ni provocarle
el más mínimo rasguño
(aunque tiene un punto débil,
porque no se moja un músculo
de la espalda y por ahí
le pinchan en el futuro).
¿Y qué hace con el anillo
este señor pelirrubio
y cachas que se parece
al más bajito del Dúo
Dinámico en el peinado
y en su traje azul oscuro?
Pues se lo quita a una novia
suya y luego escurre el bulto,
escapándose con otra
y montando así un buen número.
(Ya les he advertido antes
que esto lo escribió un besugo
y la trama no se entiende
nada, aunque te esfuerces mucho.
Y si quieren conocer
este argumento tan burdo
tendrán que oírse esta ópera
de Wagner que dura un lustro
y no olviden cuando acudan
a la función que lo suyo
es que te lleves la cena
y casi que el desayuno.)
Visto lo visto, señores,
voy a ir con disimulo
rematando este poema
y pensando ya en el punto
final, pues lo que se aprende
de este mito tan insulso
es que los dioses germanos
eran unos energúmenos
y que los héroes de allí
no eran en exceso pulcros
y si los veías de noche
te llevabas un buen susto.
Y paro ya de escribir,
señores, porque me aburro.
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