Tengo yo unos amigos muy amantes de la buena mesa (más bien de lo que se suele poner encima) que cualquier tema de conversación que se saque en su presencia lo acaban dirigiendo al terreno de la comida.
Si les dices, pongo por caso:
—El Ebro se ha desbordado y han muerto ahogados cuatrocientos baturros.
Puede que te diga él:
—¡Qué tragedia tan grande! Y, además, se les habrán estropeado las borrajas. Yo estuve por allí el mes pasado... Por cierto: un poco antes de llegar a Calatayud, en el kilómetro tal de la autovía, hay un restaurante estupendo, donde sirven un lomo ibérico, pero del de verdad, no lo que se come por aquí.
O si les cuentas:
—¿Te acuerdas de mi amigo Federico? Pues ha muerto.
Probablemente te dirá ella:
—¿Federico? ¡Ah, sí! Me acuerdo de él porque me lo presentaste el día aquel que cenamos en casa de mis cuñados. Sí, hombre, cuando se les quemó el arroz, que todos pusisteis unas caras muy raras... Bueno, es que a mi cuñada le pasa siempre. A mí, no. Yo lo que hago es mantener el fuego muy lento y añadir el caldo poco a poco y después... (Y aquí entra su receta particular para el arroz.)
Esto me ha llevado a reflexionar.
La civilización tiene muchos ejemplos de una gula bastante apreciable entre algunas de sus personalidades más refinadas.
Así es que hablaremos, por ejemplo, de las comidas y digestiones de Immanuel Kant, ese señor tan amante de la exactitud que, cuando salía a dar su paseo diario, los comerciantes de Könisberg ponían en hora sus relojes.
El hombre comía, siguiendo un fichero en donde constaban sus especialidades culinarias preferidas y las de sus amigos.
Dedicaba cuatro horas diarias a la sobremesa, de una a cinco, entendiéndose por sobremesa el acto de picotear frutos secos y bombones sin parar, junto con algún licor para acompañar.
Sin embargo, no fue sólo él quien cometió estos pecadillos de lesa tripa. Otros famosos también fueron mascoadictos.
Schopenhauer se dejaba el ascetismo a la puerta del restaurante, en donde se reconciliaba con el mundo.
Wilde dijo que, después de una buena comida, se puede perdonar a todo el mundo, incluso a la familia.
Rossini reconocía que le interesaba más la gastronomía que la música. Según sus biógrafos, sólo lloró tres veces en su vida: oyendo cantar un aria, cuando silbaron su Barbero de Sevilla y cuando, durante un viaje en bote, se le cayó al agua un pavo trufado.
Balzac, en su época de pobreza, sólo comía pan seco, pero siempre tras envolverlo en un papel en donde escribía los nombres de sabrosos manjares. A falta de otra cosa, comía con la imaginación.
Dumas (padre), reputado autor de Los tres mosqueteros, escribió también un libro de cocina en varios tomos.
En Francia se llegó a decir: «La naturaleza conoce tres seres con el estómago dilatado y nunca satisfecho: el tiburón, el avestruz y Victor Hugo.»
(Goethe, siempre el primero, siempre distinguido y siempre por encima de los demás mortales, supo resistir a esta gula insaciable, dando un ejemplo insigne de originalidad: fue el único alemán al que no le gustaban las salchichas.)
Para darle variedad a este escrito podríamos también citar innumerables ejemplos de antropófagos de fama, pero no incluiremos sus banquetes en este escrito sobre la gula puesto que sus homínidas degluciones fueron llevadas a cabo más por la necesidad que por otra cosa y no a instancias del paladar. Pues resulta que los especialistas de todo el globo coinciden en afirmar que la carne de hombre no es especialmente sabrosa, puesto que deja en la boca del comensal un sabor un tanto dulzón, como si el eventual antropófago, en lugar de un marinero de Liverpool, se hubiese comido una alcachofa.
Eso me han asegurado personas entendidas, pero ¿quién sabe? Si ustedes, queridos lectores, han probado a algún señor y les ha sabido diferente, no dejen de hacérmelo saber.
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