Ser y esencia de los macarrones con tomate

 


Al hablar de ‘macarrones’ no nos estamos refiriendo a unos macarras muy grandes de tamaño.

          Señores: la verdad es incognoscible o, cuanto menos, huidiza y escurridiza: se nos escapa de las manos. Por más que la persigamos, únicamente conseguiremos acabar frustrados y jadeantes, y solo nos quedaremos con lejanas y prontodesaparecientes vislumbres de lo que es. Dicho de otra manera más accesible a nuestros lectores: al Ser no hay quien le meta mano.

          Tampoco en la cocina —que es lo que a nosotros nos interesa— hay verdades absolutas, sino meras aproximaciones. Schopenhauer tenía razón cuando preconizó su teoría de «el mundo como representación» con esa frase tan sintetizadora que dice que las cosas son del color del cristal con que se miran.

          Tomemos como ejemplo un plato de macarrones con tomate. ¿Sabemos lo que son los macarrones con tomate? Cualquiera diría que sí, que lo sabemos perfectamente. Pero ese cualquiera se estaría engañando, porque queremos saberlo, pero no lo sabemos, no tenemos ni la más peregrina idea.

          Desde la noche de los tiempos y después de que la Humanidad se despertase, los más sesudos pensadores y los filósofos más calvos se han esforzado para aprehender las esencias de las cosas, fracasando estrepitosamente. A lo más, cada uno de ellos desarrolló una particular teoría y vio cómo los filósofos posteriores le enmendaban alegremente la plana.

          Así es que si nos preguntamos por los macarrones, veremos que son cosas distintas según quién nos los defina. Desarrollaremos aquí un ejercicio de perspectivismo e intentaremos llegar al meollo de la cuestión, interrogando a distintos filósofos, que esperamos que tengan la buena educación y la cortesía de responder a nuestras preguntas.

          Si le habláramos a Pitágoras de los macarrones, querría enterarse antes de nada de su número, de cuántos macarrones estábamos hablando, antes de pronunciarse en uno otro sentido. Tras saberlo, aseguraría que los macarrones habían sido guisantes o lentejas o chirimoyas en una vida anterior.

          Heráclito los vería como un estado intermedio en un proceso de transformación y cambio continuos, porque la realidad es trasero de mal asiento y hace que todo fluya y nada se esté quieto. Primero está el trigo; luego, la harina; luego, los macarrones propiamente dichos que, tras ser consumidos, se convierten... no vamos a especificar en qué se convierten.

          Parménides, por su parte, nos ilustraría con esta frase inmovilista y llena de sabiduría: «Los macarrones son; los no-macarrones no son».

Sócrates no se molestaría en definir él mismo qué eran los macarrones, sino que saldría a la calle a preguntárselo al primero que pasara por allí.

          Platón nos aseguraría bajo palabra de honor que aquellos macarrones nuestros no eran sino un reflejo de los macarrones que sirven en el restaurante Osteria Franciscana de Módena, que son los macarrones «de verdad» y de los cuales todos los demás no son sino una pálida imitación y recuerdo.

          Aristóteles no se pillaría los dedos y se limitaría a afirmar que «los macarrones son los macarrones» (A=A).

          Los estoicos no los definirían, pero nos advertirían que si los macarrones estaban malos de sabor, deberíamos comerlos igualmente; por el contrario, si estaban de rechupete, no tendríamos que disfrutarlos mucho.

Los epicúreos tampoco los definirían, pero en cambio, recomendarían que los espolvoreamos con queso parmesano, para disfrutar de ellos al máximo.

          Plotino insistiría en que si los macarrones procedían del Uno, entonces eran divinos y podíamos venerarlos un rato, antes de hincarles el diente.

          Como no hay más verdad que la revelada y en la Sagradas Escrituras los macarrones no aparecen por ninguna parte, San Agustín los despreciaría olímpicamente y se negaría a ocuparse de ellos.

          Santo Tomás de Aquino, por el contrario, comentaría que si los macarrones están ahí, será porque alguien los habrá puesto. Se remontaría a la Causa Primera y concluiría que los macarrones proceden el último extremo de Dios y de ahí que estén tan ricos.

          Occam se negaría a hablar de los macarrones en general y diría que no existen los «macarrones» como concepto, sino solo un macarrón puesto detrás de otro, en nominalista fila.

          Descartes dudaría al principio sobre qué era aquello, pero aplicaría la razón y llegaría a la conclusión de que si la gente había comido macarrones durante siglos, es porque los macarrones son una sustancia comestible. El razonamiento sirve para cosas tan útiles como ésta.

          Spinoza diría que los macarrones no son sino Dios modificado, coincidiendo así con muchos gourmets.

          «Los macarrones con tomate son los mejores macarrones que existen», diría Leibniz, con su eterno optimismo. Esto es una idea innata que tenemos todos: no hace falta que nadie nos la explique ni que intente convencernos.

Hobbes insistiría en que los macarrones son el origen de todos los males, porque la historia humana no es sino la relación de cómo los hombres han querido siempre comerse los macarrones de los otros hombres contra la voluntad de éstos y empleando toda la violencia que hiciera falta en cada momento concreto.

          Locke aseguraría que no tenemos una idea innata de los macarrones, sino que los vamos redescubriendo cada vez que nos ponen delante un plato que los contenga. (No estamos de acuerdo con Locke).

          Bacon diría... (no sabemos lo que diría Bacon. Pero nos consta que con lo de meter a Bacon en los macarrones se podía haber hecho un buen juego de palabras, pero no nos ha salido).

          Ante un plato de macarrones, Berkeley le aseguraría taxativamente que no veía nada, puesto que los macarrones no existen. En realidad, Berkeley era bastante gordo y se quitó de un plumazo todos sus kilos de encima mediante el drástico expediente de negar la existencia de la sustancia material.

          El bueno de Hume nos hablaría largo largo y tendido de las impresiones y sensaciones que los macarrones nos provocan al pasar por nuestro gaznate, pero aparte de eso no aportaría nada de provecho.

          Kant también diría algo sobre los macarrones y seguro que estaría muy bien dicho, pero probablemente nos dormiríamos antes de que acabara de contárnoslo.

          Por su parte, Hegel se metería en un farragoso jardín dialéctico, asegurándonos que los macarrones se piensan a sí mismos como tales macarrones, lo que nos resultaría poco convincente.

          Comte nos descubriría que los macarrones son un tipo de pasta elaborado con agua, harina de trigo y, a veces, huevo, que suele tener forma de tubo alargado, porque a él lo único que le importa es el dato.

          Para Schopenhauer, el deseo de comer los macarrones aumentaría nuestro egoísmo y nos produciría insatisfacción y frustración cuando no consiguiéramos comerlos. Todo ello nos abocaría irremisiblemente al dolor.

          Nietzsche despreciaría los macarrones, por ser el alimento de los esclavos, y diría que los hombres superiores solo comen solomillo. Insistiendo en el eterno retorno, añadiría que al cabo de un montón de eones, todos volveremos a comernos los mismos macarrones que ya nos hemos comido, sólo que fríos.

          Como nos suele pasar con él, lo que dijera Heidegger sobre los macarrones no lo entenderíamos en absoluto.

          A Sartre, los macarrones —como todo lo demás— le provocarían nauseas, por lo que tendríamos que recomendarle que chupara algo dulce.

          Y en cuanto a lo que dijera toda esa panda de filósofos posmodernos, nos traería totalmente sin cuidado, pues estamos convencidos de que son incapaces de aportar nada especialmente valioso ni a la historia del pensamiento ni a la de los hidratos de carbono.


 

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