Diofanto

 

 


  

Si la maldad se mide por el sufrimiento que infligimos a nuestros semejantes, entonces pocos hombres ha habido en la historia del mundo más malos que Diofanto de Alejandría.

Cientos de generaciones de colegiales en los tres hemisferios han padecido durante siglos el sadismo de los profesores de matemáticas (que son despiadados por naturaleza; si no, no se habían dedicado a tan siniestra profesión), que han utilizado el descubrimiento de Diofanto de la misma manera que Torquemada y compañía utilizaban el potro y los aplastapulgares.

¿Qué le había hecho el resto de la humanidad aún por nacer a este griego antiguo, que Zeus confunda, para que tomara tamaña venganza? Nada; todo el mundo le trató razonablemente bien, por lo que sabemos.

Contemos sus circunstancias, pues sin ellas —afirma Ortega— no hay nada que rascar en la vida de los hombres. Dicen los libros que Διόφαντος nació entre el 200 y el 214 a.C. Si hemos de creer lo que aseguran, entenderemos que tomarse catorce años para nacer acabara con la paciencia de su madre, que tras aquellos ciento sesenta y ocho meses de embarazo (si nuestros cálculos son exactos) juró no tener ningún otro hijo más si podía evitarlo (que sí podía).

Su nacimiento tuvo lugar en Alejandría, lo cual no quiere decir nada, porque el gran conquistador y saxofonista Alejandro Magno, que fundó muchas ciudades en sus paseos por Asia, tenía muy poca imaginación a la hora de inventarse nombres y llamó Alejandría a todas las ciudades que fundó. (Hay quien dice que fue por megalomanía, pero ya sabemos que muchas veces la historia de los grandes hombres la escriben sus enemigos.) El caso es que Diofanto nació en Alejandría, sí, pero no necesariamente en la que hay en el Delta. Se da la fecha de su muerte como 284-298, lo que significa de nuevo una muy larga agonía.

Dedicó su vida —como ya hemos dicho antes y repetimos ahora— a fastidiar soberanamente al prójimo. Mandó que a su muerte se escribiese sobre su tumba un epitafio en forma de problema algebraico. No tiene desperdicio:

«¡Oh, transeúnte que transeas por estos idílicos parajes!», (una licencia poética, porque la tumba de Diofanto era de tercera y estaba en un cementerio muy cochambroso), «los números pueden mostrar, ¡oh, maravilla!, la duración de la vida. ¿Te he picado la curiosidad? ¿Quieres saber qué edad alcancé en el momento de mi óbito? Los divinos números te lo contarán.

»Mis retozos de niñez ocuparon la sexta parte de mi vida. Tuve que afeitarme a diario durante una doceava porción de mi existencia. Pasó otra séptima parte de mi vida antes de que pudiera gozar de los dulces placeres del himeneo.

»Cinco años después tuve un rollizo hijo que comía como una lima, pero que por desgracia pereció de una indigestión de altramuces cuando hubo alcanzado la mitad de mi edad. Le sobreviví cuatro años más, llorándole con amargas lágrimas. (No sabemos que se pueda llorar con otra cosa que no sean lágrimas. (Nota del traductor.)

»De todo lo anterior se deduce mi edad.»

Sí, se deduce su edad —el que sepa hacerlo— y se deducen también otras muchas cosas.

En primer lugar se deduce que el alejandrino era un puñetero de campeonato, obligando necesariamente a los antes mencionados transeúntes a echar cuentas para averiguar la fecha de su muerte que, en realidad, no le importaba nada a nadie.

También se deduce que era un manirroto, porque aquella inscripción tan larga requirió una lápida de dimensiones colosales y al precio que estaba el mármol por aquel entonces, la cosa seguro que le salió por un pico.

Esas personas tan aburridas y con tan pocas cosas importantes que hacer que se han dedicado a resolver esta ecuación póstuma planteada por el majadero de Diofanto han llegado a la conclusión de que vivió ochenta y cuatro años, sin hacer en todo ese tiempo nada de provecho.

Diversas personalidades científicas lo mencionaron, como Hipatia, Proclo, Papo (no es broma: se llamaba así) y Albufaraga, lo cual no es tampoco ninguna garantía de nada.

Vista su vida (por encima), consideremos ahora su obra.

El alejandrino (nos referimos a Diofanto, no un verso de catorce sílabas, como ustedes comprenderán), en su afán de complicarle la vida al prójimo, escribió un libro que constaba de trece libros, lo que coincidirán con nosotros en que ya es lioso de por sí. De estos trece libros —y gracias a la misericordia divina— sólo se han conservado seis (la misericordia divina bien pudiera haberse alargado un poco, mostrarse algo más espléndida y haberlos hecho desaparecer todos en las marismas del olvido). Aquel libro de aritmética se tituló Aritmética, (porque a Diofanto le pasaba lo mismo que a Alejandro).

Un tal Guilielmus Xylanbder (un profesor de universidad de esos que tanto abundan y que en lugar de escribir libros ellos se dedican hacer ediciones de los libros de otros para aumentar de alguna manera sus currículos y obtener sexenios) halló unos manuscritos en la Universidad de Wittenberg, los desempolvó (en realidad esta tarea se la encargó a un criado de confianza que llevaba toda la vida con él) y los dio a la imprenta en 1575, poniendo el copyright a su nombre.

Si tuviéramos que resumir el contenido de esta obra nos veríamos en un gran aprieto, pero si nuestros lectores nos pidieran por favor y con las manos juntas que lo hiciéramos, tendríamos que acceder a ello, porque no sabemos negarle nada a nuestro querido público.

Y para resumir la obra diríamos que en álgebra ecuacional llamamos ecuación diofántica algebraica en conjunto a cualquier problema con carácter de incógnita consistente en la representación de una ecuación de carácter algebraico, de dos o más incógnitas representadas por caracteres, cuyo conjunto de coeficientes algebraicos represente una incógnita en el conjunto de los caracteres que representan algebraicamente a los números enteros del problema y para los que por entero se buscan soluciones algebraicas también, que en conjunto no representen un problema ni tengan carácter de incógnita por entero, sino que representen un coeficiente entero de número equivalente en conjunto a una ecuación, sin que el carácter algebraico de la solución del problema se vea mermada por entero en su conjunto. Ahora bien, ¿tenía Diofanto ese carácter? Es una incógnita. Pero si no lo tenía, lo cual podía ser un problema si se consideraba en conjunto, lo representaba por entero, lo cual muestra en conjunto lo consistente que era su alto coeficiente, lo que no deja de ser una solución al problema.

Para explicarlo más sencillamente —si es que ello es posible, pues creemos que la definición de ecuación diofántica nos ha quedado clara y cristalina— mencionaremos el ejemplo de los monos y los cocos. Su enunciado es el siguiente:

Cinco marinos con poca suerte que viajan con un mono naufragan en una isla desierta. Los hombres recogen cocos todo el día. De madrugada, uno de ellos (de los hombres, no de los cocos) se despierta y decide apartar su parte para que no se la quiten. Con los cocos hace cinco montones y, como sobra uno (un coco, no un montón), se lo da al mono. Al rato, otro hombre hace lo mismo. Como también le sobra un coco, también se lo da al mono. Uno tras otro, todos hacen lo mismo. Al día siguiente, se levantan y dividen los cocos en cinco montones sin que sobre ninguno. La pregunta es: ¿cuántos cocos se habían recolectado inicialmente? La respuesta es: ¿a quién le importa?

Las posibilidades de que naufragues con un mono, de que llegues a una isla desierta junto con otros, de que encuentres cocos y de que, tras encontrarlos, sepas algo de Diofanto y su hallazgo es computable a cero. Además, ¿por qué ibas a darle un coco al mono? El coco que sobraba no era tuyo más que en una quinta parte. ¿Y si tus compañeros protestaban? ¿Y si el mono se escapaba llevándose todos los cocos? La amplia gama de los escenarios que se te pueden plantear indica que ni siquiera en esa estúpida situación te iba a ser útil la ecuación diofántica.

Como acabamos de demostrar, la realidad desnuda y sin nada en la cabeza es que la utilidad de las ecuaciones diofánticas es harto discutible. Antes de laborar este bien acentuado escrito hemos realizado una encuesta a pie de calle para saber cuántas veces los encuestados han empleado ecuaciones de segundo grado a lo largo de su vida. Este es el resultado y la respuesta sobre una muestra representativa de mil personas:

El 89% de los encuestados no había empleado ninguna ecuación ninguna vez en su pajolera vida.

El 1% de la muestra recordaba haber utilizado catorce veces en su vida una ecuación de segundo grado (principalmente en los exámenes cuando eran niños).

El 3% reconoció haberlas empleado dos veces.

El 2% indicó que habían hecho una única ecuación en toda su vida y que ésta le salió mal.

El 1% afirmó que había realizado una ecuación de segundo grado una vez pero que la tuvo mucho tiempo en el horno y se le quemó.

El 2% de los individuos de la muestra no saben (son unos ignorantes) o no contestan (son unos maleducados).

El otro 2% restante al oír hablar de la ecuación salió corriendo.

¡Para que luego digan que Grecia es la cuna de la civilización occidental y que si tal y que si cual!

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