Mi nombre es Joe.
Un día, en Nueva York, con fuego en el cuerpo entré en la habitación en forma de «ele» donde mi rubia favorita y yo habíamos pasado los mejores años de nuestra vida. A mí no me gusta quedarme solo en casa.
Con aquella deliciosa persona iba a realizar todos los juegos prohibidos, iba a cumplir mi fantasía y a dejar libre mi instinto básico y los insaciables deseos de mi libido, ya que ella es una rubia auténtica, que vale por siete mujeres.
Serían las 8½ de una jornada de un largo y cálido verano. En el calor de la noche, el apartamento de Manhattan estaba al rojo vivo; en las paredes se reflejaba el color púrpura; era el resplandor de las luces de la ciudad que entraba por la ventana indiscreta, porque era una habitación con vistas, aunque a malas calles, pese a estar cerca de Wall Street, nada lejos del mundanal ruido.
Aquello no iba a ser un breve encuentro; la gran ilusión que yo tenía era que fuera la noche más larga, durase hasta octubre, que aquel amor a quemarropa fuese la historia interminable, como una cadena perpetua. Nunca diría adiós a mi concubina. Estaríamos encadenados para siempre, de aquí a la eternidad.
Abrí la novena puerta con mi llave y entré. Lolita, todavía en la edad de la inocencia, me esperaba, con su cara de ángel, sobre un lecho de terciopelo azul, como una Eva al desnudo. Mejor... imposible. (La verdad es que es una mujer para dos, porque tiene un lío en Río, pero ¡que el cielo la juzgue!, porque yo no lo haré, aunque esté casada con todos y venda sus encantos por un puñado de dólares. Porque ella para estos temas era nacida libre e igual se acostaba con el hombre de California que vive en la casa de la colina, que se encaprichaba de el mexicano que era el marido de la peluquera de la esquina o de el hombre del traje blanco que tenía el Rolls-Royce amarillo.)
¿Qué pasó entonces?, se preguntarán.
Hablamos. Yo le conté todo sobre mi madre, mi padre, mi tío y las joyas de la familia. Ella recordó el año pasado en Marienbad, el viaje increíble que hizo a Stalingrado, y me contó su aventura en Roma: todos sus secretos del corazón.
Entonces hubo un breve encuentro de miradas. Luego hubo un contacto, el cuerpo que recuerda bien los olvidados gestos de la pasión.
Pasé de el cuarto protocolo y me salté la conversación. Como por accidente, mi masculinidad estaba gigante y me abalancé sobre ella a sangre fría, como un tiburón.
—¿Qué hago con esto? —preguntó.
—Agárralo como puedas —repuse.
Pero antes de que culmináramos nada, oímos el golpe en la habitación de al lado. Se escuchaban gritos y susurros.
—Recuerda que no hay que hacer ruido —me dijo Lolita—. Respeta la ley del silencio.
Obedecí. Y, sin hacer caso del teléfono rojo que empezó a sonar, volví a mi labor. Pero, ¡qué noche la de aquel día! Nos interrumpieron de nuevo varias campanadas a medianoche. Luego, mis adorables vecinos protestaron: dieron más o menos los cuatrocientos golpes en el tabique. ¡Qué intolerancia! También el pianista del quinto toca el piano y yo no protesto. Luego nos importunó la mosca dichosa. Después mi tío me llamó al móvil. ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, me pregunté. Sin perdón, arrojé el teléfono contra la pared, con repulsión. ¡Y yo que pensaba que yo era como el paciente inglés, el hombre tranquilo por antonomasia!
Finalmente nos amamos hasta que cantaron los pájaros.
—Abre los ojos —me dijo ella el día después—. Eres el dormilón mayor que conozco.
—Es el sueño americano —me justifiqué.
Y nos dedicamos de nuevo a los trabajos de amor perdidos.
¡Qué bello es vivir!
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