Anécdotas de mentirijillas 2

 


El explorador inglés Richard Burton (al que no hay que confundir con al actor que se casó con la pechugona) fue el primer occidental en colarse de rondón en la peregrinación a La Meca, algo totalmente prohibido para los no musulmanes, también llamados ‘cafres’ (en árabe ‘kafir’, «infiel».)

Bien es verdad que el italiano Ludovico de Verthema ya lo había hecho tres siglos antes que Burton, en 1503, pero como el sujeto en cuestión era extranjero para ellos, los ingleses decidieron no tenerlo en consideración e ignorarlo por completo, afirmando que Burton fue el primero en realizar aquella hazaña. En Inglaterra se funciona así en lo referente a los que han tenido la inmensa desgracia de no nacer allí.

Para no ser descubierto, Burton tuvo que hacer tremendos sacrificios, de los cuales circuncidarse no fue el peor. Mucho más le costó tener que aprenderse algunas palabras en árabe para ir tirando y manejarse, no por la dificultad intrínseca de la lengua, sino porque es sabido que los ingleses han conseguido extender el inglés por el planeta debido a su empeño en no aprender en absoluto ninguna lengua de las que hablan las «razas inferiores» (los ingleses entienden por «raza inferior» a todas menos la suya).

(Claro está que la historiografía inglesa no podía reconocer el atasco lingüístico de Burton sin dejarle en ridículo. Según nos dice con toda desfachatez la Encyclopedia Britannica, Burton hablaba con gran fluidez nada menos que veintinueve lenguas de las difíciles, amén de un porrón de otras más sencillas. Permítasenos dudarlo, aunque al hacerlo pudiera parecer que les tenemos tirria a los ingleses.)

Aunque Burton se disfrazó perfectamente de patán afgano mediante el sencillo procedimiento de no lavarse en año y medio, su vida corrió verdadero peligro y en varias ocasiones estuvo a punto de descubrirse su verdadera identidad británica, por su manía de exclamar «¡Dios salve a la reina!» en los momentos más inoportunos. Afortunadamente para él, sus compañeros de peregrinación le consideraron ‘majnu’ («loco», «cretino») y no hicieron mucho caso de lo que decía.

También despertó sospechas el hecho de que tardara diariamente una media de tres horas y cuarenta minutos en enrollarse el turbante y que, aun así se le cayera cada dos por tres. Por ello, además de loco, adquirió fama de ser tremendamente torpe.

La mochila que llevaba (un regalo de la Royal Geographical Society, con el nombre de esta egregia institución impreso en la tela en letras doradas) tampoco ayudó mucho a preservar su anonimato.

Podemos concluir, sin temor a pecar de exagerados o alarmistas, que Burton fue afortunado en salir de Arabia sin perder más partes de su anatomía que aquélla que había cedido voluntariamente.

En 1855, ya en Londres, publicó el libro The Pilgrimage to Al-Madinah and Meccah [La peregrinación a Medina y La Meca], donde, aparte de escribir las palabras árabes como Dios y la Iglesia Anglicana de Inglaterra le dieron a entender, no contó absolutamente nada interesante, pues la prosa no era su fuerte.

*

Según la tradición, tras la victoria de Maratón, un soldado de nombre desconocido corrió 40 kilómetros en pocas horas, desde el lugar de la batalla hasta Atenas, para anunciar la victoria griega. Una vez transmitido su mensaje, cayó extenuado y murió allí mismo.

La historia es bonita.

Pero existe la posibilidad de que sea una mentira más grande que la Sagrada Familia cuando la acaben.

Porque narra Heródoto —en uno de esos libros suyos tan plúmbeos— que sí se sabía el nombre del soldado: se llamaba Filípides y sus amigos le decía «el Fili». Se conocían de él también muchos datos; sus capitanes incluso guardaban relación escrita de cuántas veces le habían arrestado por conducta poco decorosa en relación con los rebaños ovinos que proporcionaban leche al ejército griego.

Además (siempre según la versión herodótica), no fue corriendo hasta Atenas, ¡qué va!, sino que lo hizo hasta Esparta, que estaba aún más lejos.

Y no corrió 40 kilómetros, sino 240.

Y no lo hizo en unas horas, sino en dos días, parando a pasar la noche en una fonda.

Y no fue después de la batalla, sino antes.

 

Y no lo hizo para anunciar victorias, sino para todo lo contrario: para pedir refuerzos, porque, sin ellos, estaba claro que los persas les iban a dar para el pelo.

Y, sobre todo, no murió tras su carrera, sino que se dio un baño y pidió que dos morenas espartanas le dieran un masaje con aceite de oliva (que, por cierto, le dejaron como nuevo).

 Entre lo que cuenta la tradición y lo que cuenta Heródoto no sabemos realmente qué creer, lo que demuestra que la Historia es una cosa blanduzca, intangible e imprecisa a la que no hay que hacer ningún caso.


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