El terrible conde Drácula mordía muy poco en comparación con el personaje histórico del que surgió la leyenda: Vlad III Tepes «el Empalador», que curiosamente en Rumanía es un héroe nacional, lo que nos obliga a que miremos a ese país con un poquito de suspicacia.
Contaremos algunas de sus decisiones más sonadas y admiraremos su habilidad sin par en el ejercicio de la violencia, lo que le ha valido en nuestros tiempos el sobrenombre de «el Mozart del crimen».
Wladislaus Dragwlyo vaivoda partium Transalpinarum, como le gustaba hacerse llamar en latín para fastidiar a los que tenían que pronunciar su nombre en voz alta o escribirlo en un documento, nació por allá en el mil cuatrocientos y pico, sin que a nosotros hoy nos haga diferencia una década arriba o abajo. Pronto mostró su predisposición a la violencia como forma de entretenimiento, a falta de series televisivas sobre comunidades de vecinos.
Le llamaron «el Empalador» por su costumbre de cortarles la cabeza a sus enemigos, lo que no deja de ser un absurdo como un castillo.
Las descripciones que de él nos han llegado coinciden todas en que tenía una nariz, dos orejas y dos ojos. También unas pestañas muy bonitas (este dato lo proporcionó su madre). Usaba barba en las celebraciones y a diario, bigote nada más.
Vivió siempre de mal humor, porque tanto turcos como húngaros no dejaban de hacerle la pascua, lo que justifica en gran parte sus crueldades y demasías, pues si una mosca puede llegar a sacarte de tus casillas revoloteando a tu alrededor, un imperio turco también puede llegar a desquiciarte un poco. Así es que no hay que juzgarle con demasiada dureza.
Fue un gran estratega, que usó la táctica de «tierra quemada» (que no sabemos lo que es porque lo hemos copiado directamente de la Wikipedia). Envenenaba los pozos de agua de sus enemigos, echando en ellos bebidas energéticas para deportistas, y enviaba a los enfermos de tuberculosis al frente para que les tosieran en la cara a sus adversarios (ya hay que tener mala idea, ¿eh?).
En el momento de acceder al trono se topó con gran oposición. Fue entonces cuando adoptó el empalamiento como política de estado, por llamarlo de alguna forma. En las ciudades de Kronstadt y Hermannstadt, que no querían pagarle impuestos, hizo empalar a 30.000 personas, lo que supuso un problema logístico importante y un gasto en madera de los de aquí te espero. Se calcula que durante toda su vida llegó a empalar a unas 100.000 víctimas, lo que le llevó a hacerlo estupendamente bien, pues ya se sabe que la práctica hace maestros.
Sigamos contando escabechinas.
(Para compensar tanta sangre, diremos que a Vlad le gustaban mucho los gatitos y que los acariciaba tiernamente siempre que tenía un rato libre. Este dato contribuirá —esperamos— a que el personaje no nos caiga tan gordo.)
Vlad se especializó en el empalamiento masivo, lo que resultaba más económico que el tratamiento individual. Concretamente se vengó de los boyardos, que habían asesinado cruelmente a su padre y a su hermano a base de contarles chistes de médicos. Invitó a todos ellos a un banquete pantagruélico y cuando estaban haciendo la digestión y se encontraban demasiado pesados para salir corriendo, mandó empalar a los viejos y obligó a los jóvenes a ir a pata hasta un castillo que tenía medio en ruinas y que se estaba cayendo. Les hizo reconstruirlo a marchas forzadas y añadirle medio millón de almenas decorativas, hasta que todos sus enemigos murieron de cansancio y echando el bofe por acarrear piedras.
Como tenía una mente amiga del orden, ordenaba colocar a los empalados en curiosas figuras geométricas: en forma de círculo, de hexágono o cualquier otra, lo que hacía bonito. Dejaba los cuerpos pudrirse, con lo que el hedor de aquellos miles de cadáveres constituía una especie de frontera natural que impedía el paso a los enemigos y mantenía a salvo el país de posibles invasores. Además, se evitaba los gastos de hacerlos enterrar, lo que redundaba en beneficio de las finanzas del reino. Con ese dinero ahorrado en enterramientos hizo construir muchas fuentes y hasta dos polideportivos.
Estos «bosques de empalados» constituyeron un arma disuasoria muy eficaz. Aparte de su específico olor, la visión de aquellos cuerpos descomponiéndose repugnaba tanto a los ejércitos invasores que no era raro que todos los soldados se pusieran a vomitar allí mismo, lo que contribuía al mal olor reinante a modo de energía renovable y formando un círculo vicioso retroalimentado, lo que también se conoce como el efecto «bola de nieve».
Otro recurso útil en su política bélico-disuasoria era el envío regular a los enemigos posibles, probables y confirmados de sacos repletos de narices, orejas y otros apéndices variados, que tenían un poder de convicción mayor que los discursos de muchos diplomáticos de carrera.
Sobre su muerte, en una batalla como cualquier otra, hay tres versiones: que lo mataron sus enemigos, porque para eso eran sus enemigos; que lo hicieron sus guardaespaldas, que estaban rebotados porque no les había dado de alta en la Seguridad Social, y otra historia más novelesca, pero que parece la correcta. Según esta última versión, uno de sus sirvientes, sobornado por los turcos, le puso polvos picapica en sus ropajes. En medio de la batalla, Vlad —que había sido herido en varias partes de su cuerpo sin que eso le molestará demasiado— no pudo sin embargo soportar la picazón y se quitó las ropas. Tras acabar con aquellos a los que se enfrentaba, quiso volver junto a sus hombres, pero le dio vergüenza que le contemplaras desnudo (tenía tripita) y se vistió con las ropas de un turco que estaba más muerto que Carracuca. Sus soldados, al verle venir, no reconocieron su voz (estaba ronco de tanto dar órdenes a gritos) y, creyéndole un infiel, le ensartaron sin contemplaciones. Vlad fue el único rey de la historia que murió por no ser nudista.
Los poetas y pintores rumanos justificaron su tiranía alegando la crueldad de los tiempos y le sacaron muy favorecido en sus versos y retratos respectivos. No faltan —como ya hemos visto— quienes le han considerado como lo mejorcito que ha producido el país (¡cómo serían los demás!). En 1976, el gobierno de Nicolae Ceauşescu le declaró «héroe de la nación» y lo mismo hizo el Partido Comunista rumano, que por aquel entonces andaba también algo escaso de figuras destacadas.
Ni que decir tiene que el de Bram Stoker es un nombre maldito en Rumanía. Sabemos que en un parque de Bucarest se colocó una estatua del escritor irlandés con el objeto exclusivo de que los rumanos pudieran escupirle siempre que les apeteciera (que era a diario). La razón es que la recreación del mito de Drácula le daba mala fama al querido de Vlad.
Contaremos, para finalizar, algunas anécdotas curiosas de este bigotudo príncipe transilvano. En ellas veremos que era una persona muy abierta de mente, como se deduce del hecho de que, pese a ser conocido como «el Empalador», no le hacía ascos al estrangulamiento, a la incineración en vivo, a la castración lenta y al desollamiento con vinagre. Además, llevó su creatividad hasta el extremo de patentar una forma de muerte que no se le había ocurrido antes a nadie. Consistía —por si alguno de los lectores tiene curiosidad en conocerla— en dejar caer a la víctima por una pendiente muy inclinada tras encerrarla en un tonel lleno de tachuelas al rojo vivo, acompañado por una docena de serpientes de cascabel.
En una ocasión, organizó un festival al que invitó a todos los mendigos, tullidos, leprosos y enfermos de la ciudad. A los postres les preguntó si querían verse libres de sus privaciones, preocupaciones y sufrimientos. Como todos dijeran que sí, que por supuesto, Vlad mandó cerrar las puertas y le prendió fuego a la casa, enviándolos a todos al cielo, donde no se sufre.
Unos emisarios turcos se presentaron ante él y no se quitaron el turbante, alegando que no tenían costumbre y que preferían mantener la cabeza cubierta, para no resfriarse. Vlad se indignó por esta falta de respeto y ordenó que les clavasen los turbantes a los cráneos, para que nunca se los pudiesen quitar. La cofradía de bardos, juglares y similares de Valaquia le envió un cofre lleno de monedas como regalo, en agradecimiento por haberles proporcionado una historia tan resultona para sus cantares de gesta.
Un comerciante en telas se le quejó de que tres individuos «malcarados» le habían robado una bolsa de monedas. Como resultaba imposible dar con los ladrones, Vlad hizo empalar a los tres primeros tíos feos que se encontraron sus guardias y que podían cualificar como «malcarados». Puso en una bolsa una moneda más de las que el comerciante dijo que tenía y se la entregó. El hombre dio las gracias a su soberano y se guardó la bolsa. Entonces, Vlad le mandó empalar también, por aprovechado.
En otra ocasión se repitió una situación similar. El que recibió la bolsa con una moneda de más, en lugar de quedársela, le dijo al rey que sobraba una moneda. Vlad lo mandó empalar, por imbécil.
Era su costumbre —y lo hizo con muchos— obligar a sus enemigos prisioneros a cavar su propia tumba antes de darles muerte, para evitarles ese trabajo a sus soldados, que no tenía culpa de nada. Pero llevó su crueldad hasta el extremo de que les hacía también oficiar sus propias exequias y rezarse sus propios responsos.
Una vez vio a un campesino que cultivaba su tierra llevando la ropa sucia. Se dirigió a la casa del labriego con intención de cortarle la cabeza a la esposa por cochina y por no cuidar bien de su marido. De nada sirvió que el hombre jurara y perjurara que su mujer era muy buena esposa y madre, y que él la quería mucho. Vlad la hizo matar igualmente. No contento con esto, obligó al campesino a que se casase de inmediato con otra mujer, mucho más fea y vieja que la otra, que prometió que lavaría todo lo que hubiera que lavar.
A dos monjes que llegaron a su presencia les preguntó si les parecían bien sus empalamientos. Uno dijo que no, que eran una salvajada. El segundo afirmó que estaban muy bien hechos. Vlad mandó empalar al primero, por atreverse a llevarle la contraria, y al segundo, por hacerle la pelota.
Para rematar la pintura del efecto que producía este señor sobre sus súbditos, baste decir que hizo colocar en una fuente de una plaza de Târgovişte una copa de oro, para que todo el mundo pudiera darse el gusto de beber de ella, y al cabo de veinte años la copa seguía estando allí.
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