Marcial

 

 

Uno de los primeros escritores maños fue Marcus Valerius Martialis, más conocido por Marco Valerio Marcial por aquellos patriotas íberos que se negaron valientemente a aprender el latín, alegando que aquello de las declinaciones era un follón de aúpa.

          Marcial nació en el año 40 d. C. —según contó luego su madre— en la bella y bien empedrada ciudad de Bílbilis, que no era sino la misma Calatayud que todos conocemos, pero en la que aún no se vendían bizcochos de soletilla. El poeta marchó a Roma en el 64 en una carreta que tenía una rueda más grande que la otra, con la intención de prosperar allí bajo la protección de un amigo suyo: Séneca. Pero el tal Séneca —hombre obediente donde los haya— se suicidó por orden del emperador Nerón, y Marcial, abandonado a su perra suerte, pasó más hambre que un scholae magister, como se decía por allí. Tuvo que desempeñar muchos bajos oficios, algunos de los cuales nos resistimos a especificar para que no se enfaden con nosotros en Calatayud.

          El poeta se benefició de una exención de impuestos de la que gozaban en Roma los que no tenían hijos, desprendiéndose de los suyos de una manera drástica al par que eficaz. Por fin consiguió el favor del emperador Domiciano (al que le unía su amor por el punto de cruz) y vivió unos años de relativa comodidad.

          Los siguientes emperadores, Nerva y Trajano, no hicieron ningún caso a los sistemáticos ditirambos que Marcial les dedicaba con la esperanza de conseguir que le otorgaran una pensión vitalicia. El escritor hubo de regresar a pie a su ciudad natal, donde aceptó el regalo de una finca en el campo que le hizo una admiradora. (Este dato está corroborado por un buen puñado de historiadores fiables, lo que a los escritores de hoy nos hace añorar aquellos años idílicos en los que podían pasar tales cosas.)

 

          Su producción literaria —que, lamentablemente, ha sobrevivido íntegra— se compone, según los filólogos románicos, de quince libros de versos en prosa, con metros de diversas medidas. (No entendemos bien lo de que los versos sean en prosa, ni lo de que los metros no midan todos un metro, sino medidas distintas. Pero no es cosa de pegarse con los especialistas, pues dicen que las maldiciones de los filólogos románicos enfadados acaban con tu virilidad.)

          Entre los tipos de versos empleados por Marcial están (copiamos de un tratado de métrica) los dísticos elegíacos, los endecasílabos catulianos, los hexámetros falecios, los yambos catalécticos y otros que serían todavía más raros y más feos. En cuanto al género, empleó primordialmente el epigrama que, como todo el mundo sabe, es una composición poética que sirve para expresar un pensamiento festivo o para poner a alguien a caldo.

          Su obra es ingente, a más de voluminosa y de estar integrada por muchísimos textos que, además, eran harto abundantes. Marcial tuvo un secreto para conseguir escribir todo lo que escribió: se había acostumbrado a dormir un máximo de cuarenta minutos cada noche, lo cual —aunque le hacía tener que gastarse un montón de dinero en velas— le proporcionaba mucho tiempo de silencio y tranquilidad para llevar a cabo su labor literaria. ¡Así cualquiera!

          Marcial metió las narices en el conflicto clasista que existía en Roma entre el partido patricio y los partidarios del pueblo llano. Haciendo patentemente el canelo, se puso de parte de los más débiles y atacó en sus versos a los ricos y a los potentados de Roma, con lo que sólo logró que le dieran alguna que otra somanta (que allí se llamaba vapuleus). Empero, ha quedado por ello como un intelectual comprometido, adelantándose a Sartre en una porrada de años. Incluimos en esta semblanza un fragmento de su obra —inédito hasta ahora— donde despotrica contra la nobleza abusona, la banca y los prestamistas. Fue escrito en un momento de especial penuria y altos impuestos, en el que de manera cuasi revolucionaria Marcial se metió imprudentemente con la estructura misma del Imperio:

 

Estamos metidos hoy

en un lío puñetero

que afecta al Imperio entero:

de eso convencido estoy.

Gran verdad a decir voy:

como la gente es muy mema,

no sabe de qué va el tema

y acepta el imperialismo.

Volverá a pasar lo mismo

si no se cambia el sistema.

 

¿Quién se beneficia más

de esta pobreza creciente

que ha dado a toda la gente

por delante y por detrás?

¿Quién ha sido el mandamás

que ha movido la palanca

para dejarnos sin blanca

y con los pelos de punta?

La respuesta a esta pregunta

es muy sencilla: la banca.

 

Los banqueros del Imperio

no buscan sólo dinero:

quieren todo el mundo entero,

sin que falte un hemisferio.

Ellos poseen el dicterio

de hacer pobres y hacer ricos.

Nos consideran borricos

que trabajan para ellos

y con sus mil atropellos

hacen nuestra vida añicos.

 

En los tiempos de bonanza,

el banquero, con rigor,

se bebe nuestro sudor

hasta llenarse la panza.

Mas si una crisis avanza

y ve en riesgo su gaznate,

hasta el último magnate

se convierte en timador

y exige al Emperador

que éste venga y le rescate.

 

Entonces, con los ahorros

de muchos años bisiestos,

senadores deshonestos

les dan el dinero a chorros.

¡Hace falta tener morros

de descomunal tamaño

para tan enorme engaño:

hacerse proteccionista,

siendo ayer capitalista,

explotador y tacaño!

 

¿Qué hace el pueblo ante este fraude,

nos debemos preguntar?

Pues el pueblo, sin pensar,

tales medidas aplaude.

No importa cuánto recaude

el gobierno con impuestos.

No importa si muy funestos

nos son a todos sus gastos,

ni cuánto se tira en fastos

y en cretinos presupuestos.

 

Como, en general, la gente

no entiende de economía

y su manejo confía

al que está del reino al frente,

suele ser lo más corriente

—pese a ser lo más obsceno—

que todo el gobierno en pleno

muestre un proceder inmundo

y que tome a todo el mundo

por el pito del sereno.

 

Todos nuestros mandadores

son cacos y miserables;

pero, en fin, los responsables

somos nosotros, señores,

pues somos consentidores

y queremos perpetuar

un modo de gobernar

que no escucha nuestras voces

y a emperadores atroces

volveremos a encumbrar.

 

 

No nos explicamos cómo Marcial, que se nos dice que vivió en el siglo i, escribió su composición en décimas, un tipo de metro poético que se supone que lo inventó Vicente Espinel en el siglo XVI. Evidentemente, aquí los historiadores han patinado de un modo espantoso.

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